Miro ese reloj colgado en la pared
y me estremece pensar
que cada tres segundos que transcurren
en el devenir del mundo
muere un niño.
Es una idea terrible asumir
que cada tres movimientos
del segundero un niño muere
porque no hay piedad en el frío
transcurrir del tiempo
ni en la indiferente existencia
que vivimos ajenos a este drama.
La línea del tiempo está llena
en la que un niño muere
porque de sus vidas se apropia
la ambición humana
que puebla de maldad despachos
desde donde brotan truenos
de arrogancia y codicia.
Y las bolsas suben o bajan
indiferentes a los abismos
de insondable miseria
que son lucro de opulentos.
¿Cuántos niños habrán muerto
mientras se escribe este poema?
¿Cuántos ahora habrá que añadir
al recuento incesante
de esta estremecedora estadística?
Y está el dolor de unos padres
que camina por calles y senderos
recordando a esos hijos
que no han tenido cupo
en nuestras cicateras vidas
mientras nos miramos el ombligo
reivindicando estupideces.
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