Se supone que a lo largo de nuestro
proceso evolutivo, en un determinado momento los humanos asumimos nuestra responsabilidad
en la historia. Pero la luz de la razón igual nos terminó deslumbrando
demasiado y nos ha dado por medirlo todo: los cráneos, los orgasmos, las
ideas... Pensando que en el misterio de la relación del yo con los otros,
cuando surge el amor o el odio también podría calcularse. Y claro, si sólo los
números, las fórmulas y los conceptos nos hablan de la verdad, de nada sirven
el arte y la ética. Así pasaron guerras, hasta hoy, donde una disciplina tan
poderosa como la economía -neoliberal-, destinada a facilitarnos la gestión de
los recursos, reprocha que sobra una variable: nosotros, sus creadores, sus
dioses.
Como a los mercados
financieros, la soberbia bajo control nos refina, pero si no le ponemos restricciones
acaba por devorarnos. Por un lado, uno puede creerse el centro del universo e
intentar aplastar con su molde al resto de iguales. Por otro, ser esclavo de la
ambición con la exigencia constante de parecer más y mejor, una proyección
insatisfecha, por irreal e inalcanzable.
Dijo un pontífice ya
desaparecido (siento la herejía, me obliga la congruencia textual) que la
vanidad es el comienzo de todos los pecados. Desconozco sus argumentos, aunque
como conclusión encaja al completo con los míos. A la humanidad y a los
particulares que la componen nos bastaría con querernos tal y como somos, ahora
bien, con humildad para prosperar en aquellas parcelas de nuestra existencia
acordes a las necesidades que nuestra condición animal y social exige. ¿Parece
fácil? Pues entonces, ¿Por qué demonios no lo hacemos?
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