Erase una vez una gente
que según las estadísticas
morían todos de hepatitis:
Antes eran doce al día,
pero fallecían en silencio,
untados solamente
con las lágrimas de amor
de sus más allegados.
Y llegó la panacea
que transformaba las cosas
el prodigio en formato
de pastilla milagrosa
pero al mismo tiempo
con un precio inalcanzable
porque sus fabricantes
son mercaderes de la muerte.
Así que nada cambió
y se siguió engrosando
la fatal estadística:
Los doce de cada día
en este particular patíbulo
seguían cumpliendo
la fatal condena
a que han sido sometidos.
Hasta que los supervivientes
acordaron el punto y final
de su invisibilidad
tras la niebla que cubría
la visita diaria de la muerte
para cobrarse la cuota
que fatalmente todos ellos
habrían de pagar.
Y en respuesta a la demanda
los que deberían velar
por la salud de todos
han decidido crear
una comisión de expertos
para emitir un informe
que será estudiado
por otra comisión de expertos
y así sucesivamente
hasta no se sabe cuándo
trocando una decisión sencilla
en una cadena letal
porque las muertes siguen
puntuales como el reloj
ineludible que todo lo mata
en su tictac de cada día
y lo kafkiano se vuelve
tumba de rabia y pasmo
ante tanta inepta negligencia
en un país que presume
de avanzado y moderno
donde la luz pierde su calor
y la vida su significado
A los afectados por la hepatitis c que luchan por su vida.
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