El ser humano siempre ha tenido preguntas,
pero estos no son los mejores tiempos
para encontrar las respuestas adecuadas.
Las consignas son evitar pensar demasiado,
esquivar nuestra voz interior, eludir compromisos.
Es más sencillo lo superfluo, dejarnos llevar
por las tendencias que nos llegan de la caja tonta,
el Gran Hermano que nos controla diariamente
desde un lugar predominante de nuestra casa.
Hemos aceptado ser rebaño que no da problemas,
que nos paralicen con miedos reales o inventados
mientras nos entregamos con deleite a los placeres
de las compras inútiles y las tarjetas de crédito.
Nuestras ropas de marca acumulan apatías,
los centros comerciales son las nuevas catedrales
de la entronización de lo banal e intrascendente,
la fachada como aspecto capital de la existencia:
Comprar lo que no necesitamos para combatir
la sensación de infelicidad que nos domina.
Nuestras ciudades crecen de forma incontrolada,
pero sus habitantes cada día están más solos.
La nada que hemos creado intentamos solaparla
con el ruido de los coches, el teléfono móvil,
las drogas de diseño, la última tecnología,
los mensajes publicitarios y forjando monstruos
que muestran sin pudor alguno sus miserias
a cambio de unos minutos de plató televisivo.
Hemos convertido a las personas en anécdotas,
rebajándolas al nivel de lo mezquino y lo soez.
Conceptos tan básicos como la libertad de expresión;
tomada como el derecho de criticar al poderoso,
denunciar los abusos y debatir puntos de vista,
devienen en espectáculos de absoluta bajeza moral
donde la seriedad, la privacidad y las buenas formas
parecen erradicados de la faz de nuestras mentes.
Y estamos tan envanecidos de nosotros mismos,
que a esta inmundicia de la que nos hemos rodeado
aún tenemos el atrevimiento de llamarlo modernidad.
pero estos no son los mejores tiempos
para encontrar las respuestas adecuadas.
Las consignas son evitar pensar demasiado,
esquivar nuestra voz interior, eludir compromisos.
Es más sencillo lo superfluo, dejarnos llevar
por las tendencias que nos llegan de la caja tonta,
el Gran Hermano que nos controla diariamente
desde un lugar predominante de nuestra casa.
Hemos aceptado ser rebaño que no da problemas,
que nos paralicen con miedos reales o inventados
mientras nos entregamos con deleite a los placeres
de las compras inútiles y las tarjetas de crédito.
Nuestras ropas de marca acumulan apatías,
los centros comerciales son las nuevas catedrales
de la entronización de lo banal e intrascendente,
la fachada como aspecto capital de la existencia:
Comprar lo que no necesitamos para combatir
la sensación de infelicidad que nos domina.
Nuestras ciudades crecen de forma incontrolada,
pero sus habitantes cada día están más solos.
La nada que hemos creado intentamos solaparla
con el ruido de los coches, el teléfono móvil,
las drogas de diseño, la última tecnología,
los mensajes publicitarios y forjando monstruos
que muestran sin pudor alguno sus miserias
a cambio de unos minutos de plató televisivo.
Hemos convertido a las personas en anécdotas,
rebajándolas al nivel de lo mezquino y lo soez.
Conceptos tan básicos como la libertad de expresión;
tomada como el derecho de criticar al poderoso,
denunciar los abusos y debatir puntos de vista,
devienen en espectáculos de absoluta bajeza moral
donde la seriedad, la privacidad y las buenas formas
parecen erradicados de la faz de nuestras mentes.
Y estamos tan envanecidos de nosotros mismos,
que a esta inmundicia de la que nos hemos rodeado
aún tenemos el atrevimiento de llamarlo modernidad.
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