Lleva escritas unas pocas líneas y los sinónimos para “pena y dolor” se le han acabado. Su mano también está cansada de llorar, sabe que las salidas se cerraron hace tiempo y que la carroza y los hermosos caballos han vuelto a su forma original, aunque en su ceguera se hubiese negado a asumirlo. Hasta ahora, en que encontraba justo en ese punto en que avanzar ha pasado a ser una utopía y empezar de cero no deja de ser una montaña que aún es imposible escalar... Rompió la carta. Decidió que las palabras serían pronunciadas, no escritas. Y sin recriminaciones, que el hastío ya era demasiado grande hasta para eso.
Sabía que los cuentos infantiles han quedado olvidados en los trasteros, que a las hadas se les habían quebrado las alas, en esta época en que el cinismo tiene los cargadores llenos y los sauces lloran por las esperanzas frustradas.
Necesitaba encontrar otras puertas para abrir, otros senderos por los que transitar, otra luz que la guiase... Aclarar definitivamente donde estaba el pasado, para empezar a vislumbrar el futuro, fuese cual fuese. Y no le importaría quemarse de nuevo, pero por alguien que valiese la pena, ya estaba harta de seguir sintiendo una relación que había llegado a convertirse en desasosiegos y ceniza. Daría lo que fuese con tal de arder en esa clase de hoguera donde nadie muere, sino que es vida, poder ser la cenicienta que camina descalza pero que aún mantiene un sentimiento vivo en lo más profundo de su pecho, aunque no necesitaba Príncipes. Sólo alguien que supiera quererla y demostrarlo cada día.
Pero sabe que es tiempo de otoño para los hechizos y que los dioses ya no expiden recetas mágicas. Primero habría de borrar la huella de la traición en su alma. No era la primera vez, pero sí la última. Le parece escuchar sus pasos subiendo la escalera, pronto tocará en la puerta con una de tantas disculpas que siempre tiene en la reserva. Aunque también sabe que el cansancio es grande y que ella ya ha dejado de estar, acaba de firmar el final de la historia... Los tréboles de cuatro hojas se han marchitado sin remedio. Se lo iba a demostrar cuando le abriese la puerta y le mirase fijamente a los ojos... Iba a encontrar los suyos vacíos de él para siempre.
Sabía que los cuentos infantiles han quedado olvidados en los trasteros, que a las hadas se les habían quebrado las alas, en esta época en que el cinismo tiene los cargadores llenos y los sauces lloran por las esperanzas frustradas.
Necesitaba encontrar otras puertas para abrir, otros senderos por los que transitar, otra luz que la guiase... Aclarar definitivamente donde estaba el pasado, para empezar a vislumbrar el futuro, fuese cual fuese. Y no le importaría quemarse de nuevo, pero por alguien que valiese la pena, ya estaba harta de seguir sintiendo una relación que había llegado a convertirse en desasosiegos y ceniza. Daría lo que fuese con tal de arder en esa clase de hoguera donde nadie muere, sino que es vida, poder ser la cenicienta que camina descalza pero que aún mantiene un sentimiento vivo en lo más profundo de su pecho, aunque no necesitaba Príncipes. Sólo alguien que supiera quererla y demostrarlo cada día.
Pero sabe que es tiempo de otoño para los hechizos y que los dioses ya no expiden recetas mágicas. Primero habría de borrar la huella de la traición en su alma. No era la primera vez, pero sí la última. Le parece escuchar sus pasos subiendo la escalera, pronto tocará en la puerta con una de tantas disculpas que siempre tiene en la reserva. Aunque también sabe que el cansancio es grande y que ella ya ha dejado de estar, acaba de firmar el final de la historia... Los tréboles de cuatro hojas se han marchitado sin remedio. Se lo iba a demostrar cuando le abriese la puerta y le mirase fijamente a los ojos... Iba a encontrar los suyos vacíos de él para siempre.
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