El niño aprende las palabras y se acerca un poco al mundo. Eso es una mesa y al decir la palabra mesa se acerca a las cosas y las abraza. Poco tiempo después el niño comprende que al aprender las palabras también se aleja un poco del mundo. Antes, sin palabras, él era uno con todo, estaba en el mundo y el mundo en él. Ahora el niño no es la mesa y así, poco a poco, comprende que es un individuo, que es también en sí mismo, solo. Más adelante el niño vuelve a comprender que las palabras le acercan al mundo, relata una tarde que pasó en la mesa merendando con su abuela y esa descripción le acerca a poder decir algo intangible como la felicidad, una concepción profunda del mundo. Por último, el niño comprende una última vez que las palabras le alejan del mundo, se sube a la mesa que ahora es una isla, rodeada de un mar repleto de tiburones. El niño está en otro sitio. ¿Puede uno aproximarse a las cosas lo suficiente como para fundirse con ellas? ¿Puede uno mirar las cosas de tal manera que dejen de ser lo que son para ser otras? ¿puede uno usar las palabras para recorrer esa arista, achicar los espacios, desplazarse de plano?
Ese niño acercándose y alejándose al mundo, a las cosas del mundo. Acercándose tanto como para poder fundirse con las cosas. Alejándose tanto como para poder estar en otro lugar. De pronto, la imagen del niño me parece acertada, pues es un yo en formación. Un yo con la capacidad del asombro, o mejor, con la necesidad del asombro. Un yo entre dos mundos, el del paisaje y el del sentido. Un yo que balbucea, que encuentra a un dios en las pequeñas cosas porque las pequeñas cosas contienen la posibilidad del milagro, porque son pequeñas cosas grandes. Un yo que todavía puede ejercer disidencias porque a su mirada, aún, no le han dado forma.
La mirada de un niño. Su posibilidad de darle al mundo una mirada nueva sabiendo que es el mundo el que le entrega esa mirada, porque no tiene una sola, porque es ahí, en la mirada, en las conexiones, los encuentros, el espacio entre las cosas, que ocurre lo verdaderamente interesante. Quiero mi poemario edificado sobre un gesto: la posibilidad de mirar las cosas (mirarlas de verdad, de la única forma que uno puede mirarlas: dejándose mirar) y que a la luz de esa mirada el mundo pueda ser al mismo tiempo asombro y posibilidad, no solo tristeza, que la hay y mucha. Me ilusiona pensar que lo estoy consiguiendo.
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