Voy recorriendo los senderos
que cruzan el corazón
de la isla
y mis ojos no ignoran
lo que muere
ni el cuerpo
que abrazan con tristeza
antes de que su afán
se mustie o los abandone.
Camino y medito
como quien sueña
una remota infancia,
como quien tiene hermanos
tras cada puerta que chirría
y pone aceite en los cerrojos
para que nadie sufra
o sienta, al despedirse,
que no vuelve.
Y ante los muros, a veces,
también me paro para ver
lo estrecho y pobre
que era el mundo.
Como si fuera
el del Templo de Salomón,
muro derruido
de vieja casa,
impalpable, perdido
umbral de un mundo
que ya no existe.
Voy y vengo para ver
a las lavanderas
risueñas de la fuente antigua
lavando un llanto
que corre hacia sí mismo,
tan apretado
como este viejo muro solo
donde apoyar de nuevo
la mano y las palabras
resecas del camino.
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