Harto como un zapato ahogado,
el sudor de los enfermos,
un niño de visita,
la primera guagua al alba,
los calzoncillos de los notarios.
Harto de sonreír como un bobo
para no defraudar a nadie
de ver tallar las cartas en redondo
saltándome siempre a mí
de todo lo que se dicen y se dan
y se mordisquean en mis narices.
Estoy harto de quedarme
con el saludo en la boca
de tener que salir bien dibujado
entre la muchedumbre
para que me borre siempre
el estropajo de su roce,
de tener tan desdentada la mirada
navegar tras la línea del horizonte,
con mis banderitas
cómicamente izadas.
Hastiado de la careta que me pongo
para enfrentarme al mundo,
de no irrumpir, de no alterar el oleaje
de no curvar jamás un tren de ondas.
Estoy hasta las narices
de la avaricia de los privilegiados
de que quieran para ellos solos
toda la juventud,
todos los influjos
en las cosas del mundo,
todo el favoritismo de la puta alegría,
toda la iniciativa
de renuevo y capricho.
De que se apropien sin escrúpulos
la plusvalía de calor y encuentros,
todo el capital de risa y de coloquio
que, repartido con justicia,
alcanzaría de sobra
para alimentarnos a todos,
a todos los hambrientos,
a todas las sedientas,
a todos los que están tristes
como faldones arrugados
que les cuelgan a los otros...
En fin.
Estoy jibosamente desolado
de haber envejecido
sin seguro de vida,
sin seguro de nombre,
sin cavar mi guarida
en el espeso ahorro,
de no haber cobrado el billete
cuando la vida se asomaba a mirarme,
de haber tirado siempre
deudas al cesto sin mirarlas.
Y lo que quiero decir
es que estoy a fin de cuentas
terriblemente harto
de quién no es capaz de perdonar
lo que le haya podido hacer
e incluso lo que jamás le he hecho.
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