No miente el bosque,
dice sin temor
sus orfandades.
Deja que la brisa
alce o derrumbe
una atalaya.
Nace a cada instante
como una quimera
bajo un azul de ramas
que se cruzan
y dilatan hasta perderse.
Quien no tiene destino
que se adentre
en el bosque,
que parta allí su día
como una fruta fresca.
Que aligere en la tarde,
debajo de las alas,
que vuelque paz
en la ternura y beba
noche pura en desvelo.
Que vaya hasta allí,
por encima
de vida y muerte
y haga niebla para todos.
Que mate soledad
en los helechos,
bese los párpados
y fecunde la tierra
con suspiros de respeto.
No miente el bosque
con su flauta,
arrima oídos nuevos
y hace música
para la fiebre,
amanece bastante
incluso en la tristeza,
cuando cada cosa parece
sólo un murmullo
que pía el aire atormentado.
Que ponga quien pueda
apellido a las veredas,
que nada quede
sin voz ni sueño
bajo el aguacero
y encuentre albergue
la alegría,
que sea humano el pecho
que pase por aquí
—sobre el laurel y el polen—
y haya miel sin nostalgia
en la alborada.
 

 
 
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