A veces cierro los ojos
y dibujo en mi mente
el mundo que amo:
El aroma de las húmedas
mañanas de otoño,
la estela de los pájaros
en el corazón del aire,
el hilo de plata
en la marea de los días.
Fugazmente rozo el centro
al aspirar profundamente
el aire del mar o la montaña.
Dejo de ser baldía orilla
y me siento vida y memoria.
Y cuando eso sucede,
cada cosa recobra su contorno,
su luz, su nombre de pila.
Ventana, silla, mesa,
pulpa sagrada de la fruta.
Flores agradecidas al agua,
un jardín a la sombra
adquiriendo una realidad
que la molicie humana
ensucia y destruye.
Yo formo también parte
del entorno natural
que me crea y me integra
en el mismo instante
en que sangre, músculos
y piel se transmutan
en cauce de un albor
profundamente misterioso.
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