Dime a quién odias y te diré quién eres”, no dijo nunca ningún profeta, ningún filósofo barbudo, y sin embargo pocas frases definirían mejor los días que vivimos, las personas que somos.
La palabra odio nos viene del latín, faltaba más, pero fue cambiando con el tiempo: si al principio se refería a algo que no nos gustaba o incluso nos enojaba —inodiare es el origen de enojar— en algún momento la palabra dio el salto cualitativo necesario para que la Academia, tan comedida, defina odio como “antipatía y aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea”. Y entonces todo cambia: una cosa es detestar a algo o alguien; otra muy distinta aborrecerle lo suficiente como para desearle —si no causarle— algún mal. Allí donde la aversión o el rencor pueden ser pasivos, el odio actúa: se hace cargo de lo que piensa o siente y ataca en consecuencia.
Hay por lo menos dos odios muy distintos. El odio personal acepta tantas causas que es casi un capricho: fulano cree que mengano lo ha perjudicado en un negocio o un amor o una partida de cartas y decide odiarlo de todo corazón. Son odios que, en general, no van muy lejos: la barra del bar o la mesa familiar o la oficina y se manifiestan, cuando lo hacen, en pequeñas putadas. (La palabra putada es tan hispana, tan apropiada para el odio personal: perjudicar al otro un poco, molestarlo, intrigar en su contra). El odio colectivo es otra cosa. Desde siempre —o algo muy parecido a siempre— fue el mejor instrumento de control y movilización social. Sin grandes esfuerzos, con imaginación escasa, los odios permitieron que se formaran grupos, sociedades, y dentro de esas sociedades grupos que se unían porque odiaban más o menos lo mismo. Cuando un grupo confuso no tiene nada en común, nada lo acopla tanto como inventarse un odio compartido.
No suelen ser originales. El odio, en general, es perezoso: no hay ninguno más fácil de imponer que el odio al otro —el “otrio”— en cualquiera de sus formas. El otro, en nuestras historias, es definido por ciertos rasgos básicos: el color de su piel, sus costumbres, sus dioses y santitos. La presencia de gentes diferentes casi siempre alcanzó para que jefes sin escrúpulos consiguieran convencer a seguidores sin cacúmenes de que esos otros eran el mal y había que atacarlos, aniquilarlos si cabía. Así se fue armando la historia. El otrio permitió y potenció los peores liderazgos. Y, en general, cuando un pueblo sufre y no consigue entender por qué, no hay nada más fácil que convencerlo de que la culpa es de esos otros y que deben por lo tanto odiarlos en todo el sentido de la palabra odio: desearles el mal, causarles el mal, hacer todo para tratar de destruirlos.
Ahora hay en España un partido más o menos legal y otros grupos cada día menos clandestinos que ponen en escena los mecanismos más básicos, más clásicos, del odio: la sinergia entre unos imbéciles con pantalla que convocan a odiar a algún tipo de otro (los inmigrantes, los infieles, los zurdos, los homosexuales, los sin techo, todo lo diverso que nos enriquece) y otros imbéciles con palos y disfraces que completan ese odio con la fuerza bruta. Su estrategia es muy simple: conseguir que el país sea un escenario de odio. Así ganan.
La libertad no tiene grados, no existe cuando unos la tienen más que otros. No hay libertad cuando con el pretexto de ejercerla se recurre al odio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario