Parece que la base en que se fundamentan las relaciones internacionales hoy en día es besarle el culo a Donald Trump. Hasta ahora el récord de adulación se lo lleva Mark Rutte, Secretario General de la OTAN, que no sólo lo llamó papito, sino que estuvo a punto de besarle los zapatos en la última cumbre. Y le han seguido los líderes europeos, que ya deben tener callos en las rodillas de tanto adorar al Emperador cuando se digna recibirles. Se están buscando a marchas forzadas limpiabotas que puedan ejercer de ministros de Exteriores. Se aceptan currículos, a ser posible sin titulaciones falsas.
A ratos parece que hayamos adaptado la costumbre que caracterizaba a los presidentes de Corea del Norte, que exigían ser llamados Querido Líder y cosas así mientras presumían de capacidades asombrosas en numerosos ámbitos de la vida. Adular a Donald Trump se ha convertido en un deporte que rebaja a niveles de guardería infantil la política mundial. ¿Esto va a ser así todo el rato? Pues sí. Basta oír los rumores de que al tipo le podrían dar el premio Nobel de la Paz. Y no parece broma. Debe importar bastante poco que siga apoyando la carnicería en Gaza o que haya negado los derechos civiles a cientos de miles de migrantes en su propio país. Tampoco que haya devuelto a Putin el tratamiento de honor pese a los crímenes de guerra que ha perpetrado contra civiles indefensos. Por lo que parece ahora el Premio Nobel podría ser también ejercicio de adulación hacia los tiranos con la intención de ablandarlos, de insuflarles algo de ternura.
¿Y si adulando a un tirano rebajáramos su crueldad? Pues entonces, dejemos las hipocresías y que se lo den a Benjamín Netanyahu compartido con los líderes de Hamás, si es que queda alguno vivo para el día de la ceremonia. Trump recuerda mucho a los memos que cuando cuentan un chiste ríen a toda mandíbula antes de que los demás podamos reaccionar. Se llama efecto contagio. Todo lo que sale de su rotulador inmenso con el que firma decretos él mismo dice que es grande, hermoso, brillante y genial. Este retablo de las maravillas en el que vivimos está a la espera de que resurja, supongo que en un nuevo formato adaptado para redes, la pluma de un Hans Christian Andersen. Sí, quizá todo pueda resumirse en que el emperador está desnudo y nadie se atreve a decirlo. O no, igual estamos desnudos nosotros y él ha venido a restregarnos en la cara lo idiotas que somos.
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