No ha de sorprenderte,
isla si, desde aquí,
detrás de las nubes
que cubren su costado,
sin más capitán
que la noche
dirigiendo esta nave,
todavía sienten
el olor a musgo
de tus piedras,
el olor a unos barcos
que crujen de viejos
y se deslizan
por tu vientre
llevando hombres y mujeres
de hierro en los bolsillos.
Hombres y mujeres
agazapados
como hormigas
al gemido amarillo
de la lluvia.
Cantando himnos
bajo un sol de lagartos
que les quema la carne,
pasando angustia y hambre
sin saber los secretos
y peligros de la mar
en busca de un destino
donde ganar el presente
y labrarse un futuro.
Hombres y mujeres
que sueñan cada día
con ese aroma tuyo,
esa brisa fresca
que repartes.
Hombres y mujeres
apretujados
en palacios de madera,
con la espalda inclinada
hacia los astros
sin más dios en la mano
que su miedo,
sin más respuesta
que el saludo fugaz
de los delfines.
Hay días
en que se acerca
una gaviota,
la acurrucan en la piel
y le cuentan historias
de barrancos y volcanes.
Son hombres y mujeres
que, debajo del labio
oculto de la luna,
rezan,
lloran.
Tejen templos
de seda en los cristales.
Y sueñan con regresar
si hubiese otro día,
si acaso pudiesen
alcanzar su destino,
ese que llaman Venezuela.
ℕ𝕠𝕥𝕒: A los canarios y canarias que cruzaron el Atlántico en míseros barcuchos, huyendo de la miseria con el amor por las islas enraizado en sus corazones.
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