Subí a lo alto
de aquella montaña.
Había algo reverencial
en mis pasos
y en el silencio
que había alrededor.
Me senté en la cima,
observé y acaricié
las piedras y las plantas.
Buscaba que mis gestos
repitieran
los gestos dormidos.
Golpeé con un palo
la superficie.
Cada piedra era
un sonido distinto
que se proyectaba
en el valle.
Se formaron melodías
aleatorias que buscaban
la brisa y el eco.
Las telarañas
se desvanecían
y la montaña se convertía
en altavoz
de los pensamientos.
Era un lenguaje primigenio
que se prolongaba
barranco abajo
en busca del mar
que nos muestra
cuáles deben ser
nuestros horizontes.
Sentí a la isla
en lo más profundo
y supe que también
la isla nos quiere
como una madre a sus hijos.

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