Las cosas que ya no están deben existir en alguna parte. Sólo así puede explicarse que sigan significando tanto, incluso más que entonces. Como la huella del tigre en la selva, un signo que preludia una presencia que estuvo, pero que nadie sabe si llegará a volver. Por más que lo temas. O lo que es peor: aunque estés deseando que regrese. Nada se puede añorar más que aquello que, al marcharse, dejó un rastro delatando el camino de la huida. Porque ese vestigio se reivindica como un mensaje imposible de interpretar. Como ese Dios escondido que decidió darse a la fuga, pero que no deja de hacer señales a lo lejos. Hay ausencias que sirven de punto de partida desde el que medir todas las vidas que ya no tendrán lugar y que fueron posibles.
Las cosas que se fueron compiten con el presente como un fantasma. Y quizá por eso se hacen invencibles. A un espectro no puedes combatirlo. No tiene mandíbula ni partes blandas. Es inmune a los golpes y a los gritos. Es, incluso, impermeable a la verdad, ya que las facultades y hasta la carne conspiran a su favor y en contra de todo lo demás.
Hay memorias que regresan cuando no lo esperas para obligarte a recordar. Ese es el peor castigo, porque la potencia de la remembranza acaba por ser letal. Se equivocaron los físicos: la vida no es una línea. Tampoco es un flujo ni un caudal. Toda biografía se parece a una pendiente enjabonada por la que, sin querer, te deslizas, perdiendo cosas, afectos y personas en contra de tu voluntad. A poco que te muevas, el tiempo acaba haciendo su trabajo. Y es que en la vida, al menos en esta vida, jamás se gana. Como mucho se empata o se retrasa la caída.
Crecer no es cobrar conciencia de que no volveremos a ser lo que fuimos. Es saber a ciencia cierta que habrá un día en el que ni siquiera seremos. Un día en el que lo malo no será que no podamos cumplir nuestras promesas, sino que no estaremos aquí para romperlas. Y aunque ese final remoto quede lejos, hay suficientes evidencias como para constatar la sentencia terrible. Por más que duela perder ese pulso con la naturaleza.
A pesar de que hagamos esfuerzos olímpicos por alimentar una esperanza que jamás estuvo fundada, todo lo que amamos pasará. Es irremediable. A poco que uno rebase la infancia, existe un instante en la vida de cualquier persona en el que se cobra conciencia de que, pase lo que pase, nunca volveremos a ser tan felices como lo fuimos entonces. Y estará bien, y será justo, porque no podría ser de otra manera.
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