Fue en un momento
que mi cuerpo se hizo roca,
que mis ojos se convirtieron
en luciérnagas para volar
fuera de mis cuencas.
Fue un instante
donde mis vellos
se hicieron erizos que rodaron
para perderse en la marea;
y mis uñas se transformaron
en pétalos que cayeron
con mi andar.
Fue ese momento
donde mi risa acabó
al estrellarse con el muro,
resquebrajando el horizonte
donde aguardaba mi partida.
Fue ahí que mis párpados
crearon alas y corrieron
por el humo del incendio,
dejando mi frente
cubierta de ceniza
y mi nariz escondida
entre las flamas.
Fue un relámpago
que iluminó el cielo,
creando un instante donde
el estruendo hizo espacio;
y ahí mi historia mutó en agua
y el amor vivido se hizo arena
entre mis manos.
En los surcos quebrantados,
caminó un hilo de mi sangre,
corrió sin dirección
para hacer después materia.
Y a lo lejos se vio un tornado
haciéndome cosquillas,
buscando una lágrima
que rodeara mi sombra
para hacerla
un títere de la vida.
Pero antes hubo tallos
enraizados
entre los escombros
buscando luz donde crecer.
Las hojas que nacieron
rompieron la acera
y reclamaron lo nuestro.
Atrapé en los relojes
los minutos hechos
gotas de papel.
Regresé las manecillas
cada hora para así detener
el atardecer y usarlo
como escudo.
Fui perdón y pecado.
Fui blasfemia y condena.
Fui ese ciclo donde estás
sin darte cuenta
y que te convierte
en algo que no eres.
Hoy sólo quedan mis huesos
hechos piedras
y en una de ellas
grabado este nombre
en el que crecí como un río
y que fui llamando mío.
Este nombre que convertí
en un espejo donde
me vi en pedacitos
y fui uniendo
hasta hacerlos escalera,
subir sobre ella y tocar
por primera vez
en mucho tiempo
las nubes
dibujadas por el sol.
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