Una multitud que camina
con rostros a medio morder,
una multitud que celebra
la supervivencia
y se dirige a contemplar
la destrucción de sus hogares.
Camina hacia el persistente
aroma del mármol extinto
en un mapa obsceno
donde la no realidad cava
una inmensa fosa
para acoger a sus miles
de víctimas inocentes.
Pero la dirección
en que explotan las estrellas
les da ánimos,
también los reencuentros
inesperados que se funden
en abrazos llenos de lágrimas.
Esa alegría ilumina
un máximo oscuro
que lo podrido no ha podido
vencer ni doblegar.
Un sueño envuelve
las brillantes miradas:
Lo destruido es su tierra
y volverá a triunfar la fertilidad
sobre el olor de la sangre
bajo luz solar.
El hogar sigue vivo
en los corazones humanos
y lo que los una a sus raíces,
su cultura,
sus ansias de libertad.
Y es que sobre la tierra
que pisan hay algo
por lo que merece vivir.
Para ellos es la Señora
de la Tierra
la madre de los comienzos,
la madre de los finales.
Se llama Palestina.
Y así se seguirá llamando
porque la tierra lo merece
y también quienes la aman.
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