No me gusta. No me gusta nada, pero a veces noto que de pronto me asalta el rencor frente al final de algunas historias, lo que me lleva a desear que nunca hubiesen empezado. Supongo que pensarán que es un disparate, pero soy yo el que ha de vivir esa mala convivencia dentro suyo. Nadie es perfecto y no resulta agradable darse cuenta que en ese nadie está incluido uno mismo.
Así es que estoy en constante contradicción con algunas ideas y sentimientos propios, y esa querella me tiene con el alma amoratada y el corazón vendado. Entiéndanme: procuro razonarlo y me satisface comprobar que esos episodios a medida que pasa el tiempo se van haciendo más cortos y espaciando cada vez más. Y me están sirviendo para elaborar mi propia y humilde Teoría de la Relatividad: ante los males que sufre el mundo a mi alrededor, los aspectos negativos de mi vida particular son tan diminutos que hasta yo mismo debería vaciarlos de contenido. Por eso...
a dibujarme
con líneas finas
para no emborronar
el resultado,
para librarme de la culpa
de las dudas, los temores,
de los trazos inseguros
que no traen nada bueno.
Quiero aprender
porque ya estaba bien
de difuminarme tanto,
de optar por conformarme
para encajar en miradas
incapaces de ver
como soy realmente.
Así que pinto y vivo
según mis propios cánones,
piso para dejar huella,
el pincel desprende
más color y menos sombras.
Me fijo en la perpectiva,
en los puntos de fuga,
en los matices que consiguen
hacer más bella la pintura.
Me sorprendo a mi mismo
con un estilo nuevo
lleno de color, de luces,
cargado de ilusión
porque el resultado
ahora es fiel a mi visión
de lo que el arte significa
en mi interpretación de la vida.

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