Se acabó una navidad un tanto particular. En Nochebuena el cardenal Angelo Comastri, entrevistado en la RAI en el Vaticano, dijo que Papá Noel no existe y es absurdo escribirle cartas. Se armó cierto lío, pero fue entrañable ver a un cardenal argumentar de forma racional contra una creencia sin base lógica tan extendida, al menos tanto como la suya. Lamentaba que en Navidad ya casi nadie habla de religión, y esto es verdad porque las cosas cambian incluso para sus propios fieles. Tal es así que probablemente si Jesús apareciera hoy le llamarían perroflauta y lo deportarían. Di tú ahora en España que hay que amar al prójimo, así, sin saber de qué partido es y verás la que se monta.
Este clérigo constataba una derrota. Ya en las Navidades de 1951 hubo en Francia un suceso sonado: en la catedral de Dijon un grupo de fieles ejecutó públicamente a Papá Noel, lo ahorcaron y luego lo quemaron por “usurpador y hereje”. Es curiosa la inversión de roles: que la Iglesia actuara con espíritu crítico racional y anticlericales descreídos defendieran la superstición. Es de gran interés arqueológico saber cómo el auge de Papá Noel empezó tras la guerra cuando empezó a normalizarse la actividad económica y también llegaron con los soldados de Estados Unidos el papel de regalo, el árbol iluminado, las tarjetas de felicitación. En España cuando yo era pequeño Papá Noel tampoco existía, vino con la democracia y con rasgos civiles, no religiosos. Esta año los radicales de la derecha han empezado a lanzar el mensaje de que hay un sector ideológico que quiere cargarse la navidad, e incluso les escandaliza el mensaje de Felices Fiestas, que por otra parte he venido escuchando durante toda mi vida.
Ya hemos visto la que se ha montado con la estampita del toro en fin de año, qué dirían los ofendidos si supieran que bajo el Vaticano hay un mosaico del siglo III con Jesús representado como Apolo, y en la antigua Roma se celebraban en diciembre las saturnales, que a su vez venían de Grecia y desembocaron en la festividad de la que hablamos.
En fin, que todo es de un absurdo tan enorme que debería descalificarse por si mismo. ¿Mi consejo? Pues que cada cual celebre lo que le de la gana y de la manera que le apetezca. Y si no apetece, no hay obligación alguna de celebrar nada. A eso se le llama libertad, y es lo único que considero sagrado.
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