El llanto fue nuestra
primera palabra.
El primer grito de llamado
al ausente y cálido
refugio conocido.
La terrible expresión
de la primera soledad
del cuerpo expatriado
de su mundo visceral
y palpitante.
El frío fue nuestro
primer encuentro.
El frío, el dolor y la sangre.
Nacimos entre sangre y llanto;
cortados a raíz y tajo
de la única patria
intransferible
de hueso y carne.
El llanto fue nuestro
primer idioma.
La sonrisa vino después,
quizás nacida entre sueños,
al recuerdo de días
anteriores al exilio,
junto al calor de un cuerpo,
o de la tibia lana,
que fingen el dulce clima
del sitio antiguo
que añoramos siempre
y al que volvemos,
efímeramente,
entre el sueño y el orgasmo.
El llanto fue también
nuestra primera protesta,
el primer canto de denuncia
contra la miseria, la inermidad,
y el desamparo descubiertos.
Primera y perenne palabra,
el llanto ha de ser,
también la última.
Sin sonido, quizás,
al despedirnos.
Entre las dos:
La vida.
La vida, ahí,
sin que sepamos
si ha sido algo más
que esta primera
y última palabra.
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