Los que hemos trabajado o lo siguen haciendo en un aeropuerto, lo saben de sobra. Lo sabemos también los que vivimos en un lugar que vive del turismo. Y lo dicen las estadísticas: cientos de millones de personas aprovechan sus vacaciones para viajar fuera de su país. El turismo de aviones, hoteles y maletas de cabina bate récords. Pero resulta que la tentación de lo exótico nos hace pasar por alto las maravillas que tenemos cerca y que se pueden conocer simplemente caminando acompañados de una mochila y un palo de senderismo. Y resulta que solo así se puede conocer las entrañas del lugar donde vivimos, siempre que se tenga la suerte de que haya un entorno natural cercano. Como es, por ejemplo Tenerife, un lugar donde siempre queda algo por descubrir.
Caminar hace del mundo el lugar inmenso y bello que era antes, nos acerca a nuestros ancestros, que recorrían esos senderos años atrás por necesidad y nos los legaron para que pudiéramos encontrar un placer que ahora nos es negado en nuestras actividades diarias. Caminar nos une a las raíces del lugar donde vivimos y nos hacen entender las razones por las que sentimos amor por nuestra tierra. Porque solo se puede amar de verdad lo que se conoce y ese amor entraña también una responsabilidad, la primera y esencial norma del caminante: no dejar huella alguna en los lugares por donde se pase y que todo quede igual que estaba antes de vernos pasar. La única huella que debe quedar grabada para siempre es la que queda en nuestro interior después de conocer las maravillas que tenemos casi a la vuelta de la esquina.
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