Tiene que haber tristeza
para aprender a valorar
la alegría.
La tristeza
es necesitar
un consejo útil
y recibir en su lugar
un tupper recalentado
lleno de lugares comunes.
Es meter la mano
en el cajón
de las aspirinas
y sólo encontrar
un blister vacío.
Es darte cuenta
que ni tú mismo,
en el pasado,
te interesabas
por lo que te pasa ahora.
Es no poder dormir
por esa música de fiesta
que llega de a ratos
con las ráfagas de viento
un domingo de agosto
y no tener a nadie
con quien comentarlo.
Es revisar
el correo electrónico
y las notificaciones
del móvil
de manera
casi automática
y descubrir que ninguno
de los mensajes
de la pantalla
fue escrito
por un ser humano.
Pero también es sonreir
porque sabes
que tristeza y alegría
son las dos caras
de una misma moneda.
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