El cazador guerrero
contempla el cuerpo inerte
de un hermano de su tribu.
Lo mueve, lo patea, le ruge,
espera días completos
indagando cualquier
movimiento que señale
que todo ha sido
un sueño prolongado.
El cuerpo se asemeja
a un tronco seco,
se arruga, lo visitan
los insectos
y los ojos se nublan
día a día
apuntando al misterio
de la nada.
El cazador guerrero
permanece en vigilia
ante la inútil esperanza
de un retorno a la vida
que nunca volverá.
El hermano es carroña,
huele mal,
un grupo de alimañas
gotea su saliva.
El cazador guerrero
coge flores perfumadas
cubriendo el hedor
de su cadáver.
Lo cubre con las flores
de esencias más potentes
para guardar el cuerpo
del hambre circundante.
Tras cincuenta mil años
seguimos visitando
con flores a los muertos.
No es ternura, ni homenaje,
es olor que lo camufla
desde los viejos tiempos
de lo humano,
la primera noción
de respeto y salvaguarda.
El primer gesto humano
vencido por lo inútil.
El primer gesto humano
de bondad
que ha llegado inconsciente
a nuestro tiempo.
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