lunes, 4 de marzo de 2024

REPORTAJE: LA ISLA DEL HIERRO Y LA LLEGADA DE INMIGRANTES


Las historias se cruzan y descruzan en El Hierro. Con 11.000 habitantes, la isla menos poblada del archipiélago canario se ha convertido en el principal destino europeo de embarcaciones con migrantes y refugiados. En lo que va de año, ha recibido unas 6.500 personas, más que Italia e incluso Grecia, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Todo en la isla desde hace meses parece girar en torno al fenómeno de la inmigración. Por eso, no es raro ver en la misma mañana de domingo y en la misma playa a un grupo de turistas noruegos aficionados al submarinismo al lado de un pelotón de niños africanos que juegan en la arena vigilados por dos educadores.

Los submarinistas llegaron de Europa en avión; los niños, que no superan el metro y medio de altura, salieron de Malí, Gambia o Senegal y viajaron en cayuco. Lo hicieron solos, sin madres o padres o parientes, y consiguieron así culminar una travesía en la que compatriotas suyos han caído muertos o desfallecidos. La dársena, resguardada de las olas, tiene ahora otro significado. Tras jugar en la playa, los educadores condujeron a los niños a recorrer el muelle en dirección al barco naranja de Salvamento Marítimo que les rescató en medio del mar. Luego, se subieron a las letras gigantes que a los turistas les gusta tanto fotografiar y que indican el lugar en el que se encuentran: La Restinga, un pequeño pueblo pesquero convertido ahora en la puerta de atrás de Europa. El mal tiempo, el viento y la estatura de las olas complican la navegación estos días. Pocos se atreven a adentrarse en el océano en estas condiciones. Y con el mar agitado, en tierra reina cierta calma: varios días seguidos sin cayucos que no se vivían desde octubre.



Pero eso no quiere decir que no salten de vez en cuando las alarmas. Un mensaje de WhatsApp empezó a pitar simultáneamente en decenas de móviles de la isla a las 8.20 del miércoles. Un velero había avistado lo que parecía ser un cayuco a unas 35 millas náuticas (67 kilómetros) al sur de El Hierro. En el barco, ya sin rumbo, había 43 personas, entre ellos 12 menores. Llevaban cinco días sin comer. Policías, voluntarios, médicos, enfermeras y personal de la Cruz Roja se pusieron de nuevo en guardia. Una vez más.

Con el mar embravecido por el viento, la navegación hasta la embarcación en apuros llevaría al menos cinco horas de ida y otras cinco de vuelta. La Guardamar Talía, de Salvamento Marítimo, la misma que veían los menores en su salida dominical, salió en búsqueda del barco perdido. Solo disponía de unas coordenadas aproximadas. Además, no se veía nada con la muralla de olas. Fue un helicóptero el que consiguió encontrar la embarcación. “Se iban hacia América, estaban a la deriva”, explicó después el capitán del buque. “Ha sido un rescate difícil”, añadió. Otro rescate difícil, nada nuevo.

Casi 12 horas después de que saltara el aviso, a las siete de la tarde, los náufragos llegaron al puerto. Los miembros de la Cruz Roja, los policías y los guardias civiles tuvieron que agarrar a cada uno de los rescatados para evitar que cayesen al suelo de puro agotamiento. Un ritual repetido. Con una diferencia esta vez: el despliegue, de casi una treintena de efectivos, es muy diferente al modesto equipo que se veía hace cuatro meses, cuando se dispararon las llegadas a la isla. Hay hasta un hospitalito de campaña, baños y carpas con sillas para sentarlos. Antes, solo era asfalto a la intemperie. Ya de noche, con la niebla cubriendo el pueblo de San Andrés, los migrantes entraron en el campamento policial, donde los adultos pueden pasar 72 horas hasta que se les identifique y sean trasladados a otros campamentos en Tenerife. Los más pequeños son llevados cuanto antes a un centro de acogida para menores. Al salir del autobús, uno de los voluntarios tuvo que sostener a un niño que se tambaleaba, de la misma altura que los menores que tres días atrás jugaban en la playa. El pequeño aprovechó el gesto del hombre para abrazarlo fuerte por unos segundos. De nuevo los destinos que se unen y se separan.

“Estamos recargando pilas, porque andamos muy cansados y no tenemos ayuda de ningún tipo”, confiesa Francis Mendoza, coordinador de Protección Civil, el ejército de 47 voluntarios que asiste a los recién llegados. Desde que el repunte de llegadas cambió las rutinas de la isla, Mendoza, que tantas veces ha empalmado la recepción de un cayuco de madrugada con su turno de trabajo en una ferretería, ha adelgazado 34 kilos. “Todos hemos perdido peso. No duermes bien, no comes bien y psicológicamente es complicado… Pero nos gusta lo que hacemos”, cuenta. Al equipo no le pagan ni la gasolina, pero ellos renuncian a sus vacaciones para ir al puerto y compran medicamentos de su bolsillo. Ahora, después de 26 años, Francis, dejará la ferretería para trabajar en un centro de acogida de menores. “Mi relación con la inmigración era cero patatero, verlo por la tele y ya está, pero ahora quiero estar más en contacto con esto”, explica. Además del mal tiempo, hay otra explicación detrás del descenso de cayucos. “Los millones que le hemos soltado a Mauritania”, aluden fuentes policiales en referencia a los 500 millones de euros en control migratorio e inversiones que anunciaron Pedro Sánchez y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, el pasado 8 de febrero en Nuakchot. No fue una visita casual: Mauritania ha sido el origen de cerca del 80% de las personas llegadas a las islas este año. El presidente también visitó Marruecos el 21 de febrero para anunciar nuevas inversiones. Dos viajes que se suman al que ya hizo en octubre el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, a Senegal, para pedir más cooperación.

Pero incluso la calma es tensa. Todos saben que en cualquier momento otro barco aparecerá de nuevo por la bocana. De hecho, se esperaba que en estos días llegasen dos cayucos que, al parecer, partieron de Senegal. Ninguno es el del miércoles, que salió de Mauritania. Así que o aparecen, o habrá que lamentar una nueva desgracia. La ruta hacia las islas se cobró el año pasado casi 1.000 vidas, y, en estos dos meses, se han registrado 11 fallecimientos, según la cuenta a la baja de la OIM. Pero hay decenas de desaparecidos más, según las familias que les perdieron la pista al echarse al mar.


Algunos de estos muertos acaban en el cementerio de El Pinar, donde nunca faltan flores para las tumbas sin nombre y sin fotos de los náufragos que murieron en el intento de emigrar. Desde hace unos meses, un grupo de mujeres peregrina por los cementerios de la isla para que esos nichos anónimos no caigan en el olvido absoluto. Asisten a los entierros y embellecen las lápidas. A veces consiguen incluso darles nombre. Haridian Marichal, una periodista que ni cree demasiado en Dios y a quien tampoco le gustan las flores, se emociona al hablar de esta tarea. “Intentamos que se vayan de este mundo con una despedida como merecen. Hay quien reza, quien recita poemas, quien lee el Corán… Yo traigo flores. Donde quiera que esté su familia, que sepa que les estamos cuidando”, explica. Las historias de la inmigración también se cruzan con otras en ese cementerio rodeado de roca volcánica. La tumba de un hermano de la abuela de Marichal, que vivió en El Aaiún y que murió en el 82, está al lado de “inmigrante T1″, así, sin más. Y en la fila superior de la lápida de su otro tío, Juan, que era pescador, hay enterrado un niño que llegó sin vida en un cayuco en 2021. “¿Cuántos aviones se llenarían con los que se han muerto en esta ruta?”, cuestiona Joke Volte, una holandesa de 70 años de melena canosa, que acompaña a Marichal. “Cuando se cae un avión, montamos monumentos y aniversarios, pero aquí solo hay silencio”.


Tras los repuntes de 2020 y 2021 y el pico de llegadas de 2023, que batió todos los récords, hay, por fin, una mínima estructura para gestionar los desembarcos. La isla responde ya de otra manera a las emergencias. Desde finales de octubre, los náufragos ya no son atendidos en el suelo del muelle por los cuatro voluntarios que acudían por su cuenta a la llamada, aunque el Defensor del Pueblo que acudió el viernes pasado a la isla sugiere que se dote de duchas y acceso a agua corriente. Además, se ha montado un campamento policial que cuenta con calefacción y duchas con agua caliente. Está ubicado en un pueblo donde te come la niebla, pero al menos los inmigrantes ya no pasan las primeras horas en un polideportivo sin techo o en el patio de un monasterio improvisado. También hay un equipo médico específico para atender las emergencias de los que llegan. Y los traslados a Tenerife y, después, a la Península, para evitar la saturación de las islas siguen siendo constantes: la vida de los que viven en El Hierro apenas se cruza con los que la ven como un trampolín hacia Europa.

El problema, como en todas las islas, son los menores. Más de 5.500 niños y adolescentes permanecen acogidos por el Gobierno canario, casi 300 en El Hierro. Es un número inasumible, pero las comunidades autónomas siguen sin hacerse responsables de un reparto más equitativo. El Ejecutivo local negocia un cambio en la ley para que la solidaridad sea obligatoria, pero está por ver en qué acaba. En 2018, cuando los menores extranjeros no acompañados coparon titulares porque algunas comunidades autónomas denunciaban que no tenían recursos para acogerlos, había apenas 7.000 en toda España.


Mientras, El Hierro se mantiene en un equilibrio escaso. La asombrosa entrega de muchos vecinos, que incluso acogen a los recién llegados en sus casas, convive con ramalazos de racismo. Con bulos alimentados con dosis altas de crueldad. El último asegura que ahora los tiburones atacan a los submarinistas porque se han acostumbrado a comer la carne de los cadáveres que caen de los cayucos. “Esto de la inmigración hay que pararlo como sea”, lanza Manuel, el dueño de un bar de la isla, un hombre amable, pero a la vez cabreado con el tema de todos los días.

— Y ¿cómo se para?

— Que pregunten a Rajoy.

— ¿A Rajoy?

— Sí, que con él no venían.

Gilberto Carballo, voluntario de Protección Civil, ha dejado de relacionarse con parte de su entorno. “La ignorancia te cierra la mente y los ojos. La decepción ha sido tan grande que ya no bajo al pueblo por no oír barbaridades”, lamenta.

Pero todos, vecinos, voluntarios y personal médico, policías y guardias civiles, funcionarios y las autoridades de las instituciones locales, comparten un mismo agotamiento ante una situación que se prolonga. Y que sienten que, a veces, afrontan en solitario. Los médicos querrían más recursos; los voluntarios sueñan con no tener que comprar ropa y pomadas con su dinero; los centros de menores con enviar a los niños a la Península; y los residentes con tener a los doctores de su ambulatorio siempre disponibles y descansados… La chispa no ha saltado, pero la yesca está ahí.

NOTA: Publicado el el diario "el país", el día 3 de marzo de 2024.

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