Son quejas rutinarias
que se enquistan,
proyectiles
que nos hieren el ánimo
y transforman los postres
de un banquete festivo
en insípido hojaldre.
Mana la herida y anuncia
su presencia gota a gota,
junto a la claridad dudosa
de una esquina
donde mudas
se cruzan convicciones.
La queja sigue ahí;
perdura imperativa
en la tensa vigilia
y, en estos casos,
no funciona aquello
del vuelva usted mañana.
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