lunes, 11 de marzo de 2024

REFLEXIÓN: TODOS SOMOS HUÉRFANOS


Estás leyendo esto en el banco de una plaza de cualquier pueblo o ciudad, una plaza llena de niños ajenos que juegan como si el mundo fuera a ser siempre un carrusel o una hamaca, y toda esa felicidad te resulta ofensiva y dolorosa porque no es tuya. Estás leyendo esto intentando sobrellevar —sin demasiado éxito— la perspectiva de otro fin de semana sin planes, el largo puente de la abulia tendido de sábado a domingo con la posible salvación opaca del lunes que, así y todo, queda demasiado lejos. Estás leyendo esto mientras las ratas roen los débiles cables que todavía te atan a las cosas mientras tomás un café sobre un mantel de hule en una cocina que da a un contrafrente y en la que flota el aroma de repasadores sucios. Estás leyendo esto con temor al sueño —por las pesadillas— y a la vigilia —por las pesadillas—, en un largo viaje hacia la noche que no llega nunca. Estás leyendo esto tratando de sentir algo —cariño por un gato, ganas de leer un libro— pero no sientes nada. Estás leyendo esto mientras él te dejó, mientras ella se fue, cuando todos ellos se murieron. Estás leyendo esto balanceándote con amargura en el recuerdo feliz de un tiempo lejano del que sólo quedan hilachas, un par de zapatos y un vestido pasado de moda. Estás leyendo esto que no te habla a ti ni de ti. Que habla de que todos llevamos, a veces, el mismo nombre sin apellido, huérfanos, hijos de la lágrima. Ayer salí a caminar a primera hora de la mañana. El invierno de este sur isleño se aleja con vergüenza por no habernos visitado, ni haber sido capaz de traernos el regalo de algo de lluvia. Y sin embargo caminar a esta hora sigue siendo como nadar entre peces dorados. Dice un poema: “Hay un desierto. Hay otro desierto que llamamos hogar”. Los hogares se desvanecen. Sólo quedamos nosotros. Conviene permanecer, atravesar el invierno de nuestro descontento en espera del próximo verano, que si las cosas no cambian, será muy duro. 

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