Convertirse en bailarina era el sueño de muchas niñas a finales del siglo XIX, especialmente en París. Para los grandes ballets de esa época, se seleccionaron las chicas más bellas, a menudo a una edad muy temprana, y de orígenes humildes en muchos casos, pues para ellas significaba una oportunidad. Para muchos hombres de la época, el ballet tenía un atractivo sensual y erótico, especialmente por todas esas jóvenes que flotaban por el escenario con vaporosas faldas cortas. Era una forma permisible de voyerismo, en un momento en que a las mujeres no se les permitía mostrar gran parte de sus cuerpos.
Para muchas de ellas, el ballet a menudo ofrecía una salida a la pobreza, no a través del baile, sino principalmente a través de la atención de admiradores adinerados. Las biografías de bailarinas de esa época están llenas de nombres de mecenas con dinero, que a menudo tenían una bailarina como amante. Llamar la atención de clientes distinguidos era a menudo una gran fuente de rivalidad entre bailarinas, al igual que ganar papeles importantes en la interpretación.
El pintor impresionista francés Edgar Degas se enamoró de ese mundo y legó para la posteridad una gran variedad de obras, unas 200, donde quedó reflejado. A diferencia de otros impresionistas, nunca le interesó el paisaje y se dedicó casi exclusivamente al estudio del cuerpo humano en interiores y a los efectos que en él produce el movimiento.
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