martes, 27 de febrero de 2024

OPINIÓN: EL CÁNCER DE LA CORRUPCIÓN


La corrupción política sigue muy viva. No hace tanto, la absoluta falta de ejemplaridad de nuestros representantes, sus conductas poco éticas y su dificultad para asumir responsabilidad política alguna nutrieron aquel diagnóstico en forma de vendaval que llamamos 15-M y que abrió a Pedro Sánchez las puertas de la Moncloa. ¿Recuerdan toda aquella indignación? Fue el tiempo de la abdicación de Juan Carlos, de la sentencia de la Gürtel, de Bárcenas y el final abrupto de la carrera política de un Rajoy que, fiel a su envaramiento decimonónico, no quiso hacer nada con todo aquel cinismo que posibilitó el aznarato.

¿Recuerdan a aquellos políticos que se apresuraban a escudarse en la “sentencia firme” para no dimitir? Y es que no aprendemos. Hace ya tiempo, fue en febrero de 1990 pero no se me olvida, protagonizó un episodio el entonces vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, en el Congreso blandiendo amenazante el infantil “¡y tú más!” para desviar las acusaciones por tráfico de influencias dirigidas contra su hermano. Entre las risotadas de sus compañeros de grupo, Guerra optó por sostener la teoría según la cual los gobernantes no deben ocuparse de los casos de corrupción hasta que los tribunales establezcan las responsabilidades penales de los imputados mediante sentencia firme. Y es que eso que llamamos responsabilidad política es una rara avis en la cultura política española. Da hasta pudor tener que explicarlo: el vínculo entre la ciudadanía y nuestros representantes públicos se basa en la rendición de cuentas, y el precio debe ser mayor según el grado del quebranto moral producido. Aprovecharse de una situación de privilegio para enriquecerse durante una pandemia deja pocas dudas sobre el nivel de gravedad del caso Koldo, la sombra que acompañaba al exministro de Fomento a todas partes. En fin, Ábalos ha tardado ya en entregar su acta, pero no es su cabeza, o no solo, lo que está en juego, sino todo nuestro capital político: el de la ciudadanía.

Fueron las izquierdas, sobre todo, las que quienes, subidas a la ola del 15-M, hablaron de una mayor ética pública para los casos de venalidad política, de tolerancia cero hacia su histórica banalización, esas risotadas que también escuchamos con los famosos trajes de Francisco Camps. Hablábamos entonces de la elevación del listón de las normas deontológicas que debían aplicarse a la llegada, la permanencia y la salida de la política: cómo se accedía a ella, cómo todos se eternizaban en su desempeño y cómo se preparaba el camino de intereses para asegurarse una buena salida. Es una cuestión de primer orden que afecta a nuestros sistemas democráticos, y por eso es inevitable acordarse del exministro Alberto Garzón y de cómo ha presentado como una especie de acto heroico su renuncia a incorporarse a la consultora del también exministro José Blanco. Aprovecharse inmediatamente de la experiencia y los contactos adquiridos en un cargo público al regresar a la sociedad se definió durante el 15-M como corrupción blanca. Pero el problema, es nuestro. ¿Dónde queda nuestra exigencia ética? ¿Por qué no reflexionamos honestamente sobre el reflejo convexo que nos devuelve la política? Quizá sea por el miedo a entender de veras por qué no nos escandalizan todas estas cosas.

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