Pese a estar rodeados por él, los españoles tenemos una relación problemática con el mar. Bien es cierto que con nuestros vecinos de tierra tampoco lo hacemos mejor. Con Portugal podríamos decir que tenemos la misma cercanía que con Finlandia y con respecto a los vecinos de norte y sur, Francia y Marruecos, hace dos décadas que dejamos prácticamente de estudiar la lengua que nos comunica con ellos, el francés, en una de las decisiones más estúpidas que ha tomado en su historia nuestra sociedad civil. Así nos las gastamos. Pero con los mares es aún más absurdo, porque los desastres alrededor de la costa española se cuentan por puñados. El desarrollismo franquista se inoculó en nuestro ADN para destrozar pueblos y paisajes sin recato. El mar como cubo de la basura es un lema. Del mar Menor solo hablamos cuando llegan flotando miles de peces muertos, pero el resto del año, cuando se vierten toneladas de nitratos, lo olvidamos no ya por menor, sino por invisible. Esperemos que el nuevo acuerdo de colaboración entre Estado y comunidad imponga cordura, como se logró tras la trifulca electoralista de Doñana. Nos quedan los mares abiertos, a los que libra de nuestra mano tan solo su carácter indómito y su extensión ingobernable.
El mar que es nuestra frontera más extensa y protectora no recibe de nosotros otra caricia que la interesada. Por eso el vertido de los microplásticos en Galicia y Tarragona nos suena a rutinario. Amortizado por las autoridades, que saben que entablando una lucha partidista consiguen desacreditar cualquier voz que se salga del ruido que a unos y otros puede interesar en cada circunstancia, nos queda la mirada inquieta del turista, la congoja del melancólico o la preocupación del vecino que aún no se ha hartado de tenerlo delante y lo aprecia cada mañana porque sabe que casi todo lo bueno le llega de ahí. Ahora que andamos conquistando las galaxias y esparcimos toneladas de basura espacial, la carrera de los exploradores adinerados amenaza hacer con Marte lo que hicieron con el Congo. Por desgracia, cuando hablamos del mar somos incapaces de cuantificar el volumen de la basura que hemos depositado en él, la imparable aplicación de vertedero que le destina un comercio naval cada día más ingobernable y opaco.
Y entre medias de todo ello aparecen los voluntarios gallegos echados a la playa en plenos días desapacibles, con cubos de juguete y cribas de faena, para hacer lo que pueden para salvar las playas del último vertido de bolitas de plástico. Estudiantes, parejas con niños, ancianos, paseantes, todos allá. Se echa de menos a la corte de regatistas que festejan al emérito, pese a que la reina Sofía fue una pionera en lo de prestar su imagen para la recogida de residuos en las playas españolas. En realidad no se echa de menos a nadie, porque allá están, en carne y hueso, lo mejor de nosotros. Esa capacidad inquebrantable de sumarse a la tarea cuando llega la desgracia, esa solidaridad que no pregunta sino que se arremanga, que no espera a que atempere la trifulca entre los responsables para echarse la arena a ayudar, a mojarse entero para ganar una batalla pírrica al desastre continuado. Olvidamos que somos un país que se hizo grande echándose al mar.
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