Se cumple un mes desde que empezó todo y la prioridad de detener los ataques criminales contra la población de Gaza por parte del ejército de Israel sigue siendo absoluta. El problema es el mientras tanto y la necesidad de recurrir a cualquier medio para que la presión internacional contra la ultraderecha fanatizada que gobierna en Israel venza las múltiples resistencias que ahora encuentra para que el genocidio no siga adelante. La sesgada y escasa información fiable desde el interior de la Franja no es excusa: las cifras de muertos son inseguras, tienen una sola fuente y nadie sabe con certeza si son o no correctas, y cuántos de ellos son efectivamente miembros del grupo terrorista Hamás, responsable de la matanza del 7 de octubre.
Pero el problema no es ese: mil o dos mil niños más o menos asesinados no es el problema. El problema es la continuidad cronificada de una matanza desproporcionada, a destajo y discrecional, a la que asistimos en directo con protestas airadas y estupor culpable. La iniciativa de Sudáfrica de pedir medidas cautelares en el tribunal de La Haya para suspender los ataques es noble y es necesaria, cuente o no con el respaldo de Estados Unidos. Nos avergonzará colectivamente en el inmediato futuro, si no lo hace ya, la pasividad, la lentitud, la moderación circunspecta con la que se asume desde la UE una actividad criminal continuada que puede, o no, tener el objetivo de exterminar a la población gazatí —deberán resolverlo los tribunales para determinar si el Gobierno de Israel ha incurrido en un intento de genocidio de la población—. Pero lo que es seguro ya es que al margen de la tipificación legal que se dé a la actuación del ejército israelí a las órdenes de Netanyahu está perpetrándose la ejecución en masa de una población inerme y hasta antes de ayer (antes del 7 de octubre) superviviente en condiciones inhumanas de asfixia y bloqueo.
Hoy esas condiciones de opresión humillante e injustificada se han visto multiplicadas exponencialmente, y no solo por la destrucción masiva de vidas humanas —pronto podrán conmemorarse 25.000 cadáveres— sino por la destrucción masiva de su hábitat material y físico, por la destrucción de infraestructuras sanitarias, civiles, escolares, urbanas y viarias. Pronto no va a quedar nada que destruir. Arrasar las maltrechas ciudades de un pequeño país con 2 millones de habitantes (algunos menos ya) es lo que está sucediendo en directo en cada telediario rutinariamente escrupuloso al sumar de doscientos en doscientos los nuevos cadáveres que nadie sabe dónde enterrar, sin espacio para llorarlos y con consecuencias devastadoras. La aniquiliación indiscriminada de la población en Gaza es la condición necesaria para que los supervivientes, sobre todo los jóvenes, incuben tal cantidad de rencor, odio e instinto de venganza que Netanyahu ha logrado ya un objetivo improbable: garantizar con la discrecionalidad de su ataque la perpetuación indefinida del enfrentamiento. Cuando cesen los bombardeos sistemáticos y los supervivientes contemplen los restos de la devastación vivirán peor que antes del 7 de octubre, pero cuidarán delicadamente la esperanzada ilusión de la venganza sangrienta contra quien ha arrasado sus vidas y sus ciudades. Si no eran de Hamás, lo serán. Planazo. Las togas de La Haya tienen que decidir si hay o no intención genocida en la actuación del Gobierno de Israel mientras esperamos impacientes las noticias con la ración diaria de cadáveres: ¿cuántos más serán?
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