Ella esperaba el ómnibus sola en la parada del monte. Nadie la escucharía gritar. El hombre la miraba desde la vereda de enfrente. Estaba ansioso, aunque ya lo había hecho antes. Su primera víctima se llamaba Amanda, tenía 20 años y era la hija de un panadero. La había encontrado en esa misma parada y la había, arrastrado al monte hacía dos semanas. Su cuerpo olía a galletas de vainilla y perfume de jazmín. Antes de enterrarla en un pozo entre los pinos, le cortó el dedo índice y se lo llevó como trofeo.
La que sería su nueva presa estaba apoyada contea un árbol, como tratando de camuflarse, con las piernas blancas y flacas apretadas bajo la pollera de cuero. No la podía ver bien porque la bombilla de la farola que había en la parada estaba rota, él mismo la había reventado de una pedrada. La chica se tambaleaba de un lado para el otro con la cabeza colgando contra el pecho, apenas se podía mantener en pie. Eran las cuatro de la mañana, seguro que estaba borracha. El hombre cruzó la calle y estuvo unos segundos mirándola de reojo. Tenía las botas y las piernas sucias de barro, como si se hubiera caído. Sería incluso más fácil que con Amanda.
Él sacó un cigarro y acortó la distancia entre ámbos para pedirle fuego, prestando atención al movimiento bascular de sus manos por las dudas de que tuviera un frasco de gas pimienta o una navaja en el bolso. Entonces le notó que la mano derecha estaba incompleta: su estómago lo entendió antes que el cerebro y sintió ganas de vomitar. Ella levantó la cabeza y lo miró de frente, sus ojos brillaron reflejando una luz que no existía y su cuello crujió como una tabla vieja.
Los movimientos quebradizos de sus huesos desprendieron un olor grasiento y nauseabundo, un olor a tierra revuelta, carne abombada y perfume de jazmín. Nadie lo escucharía gritar.
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