La serie The Crown entra en su etapa final. Con esta ficción fascinante y monumental sobre prácticamente todas las décadas del reinado de Isabel II, sus creadores nos muestran la carne, las dificultades y las debilidades personales, familiares, pero nunca políticas, de una reina con la que es muy difícil no empatizar en sus avatares como monarca y en sus encrucijadas como persona. La serie contribuye de manera decisiva a forjar nuevos vínculos entre la monarquía como institución y el pueblo británico, asumiendo sus miserias y luego creando un espacio para la redención de sus cabezas visibles: Isabel y Carlos. Y esa intención aflora con toda su fuerza en esta última temporada con el camino iniciado tras la muerte de Diana, esa nueva etapa de buena sintonía de la reina con su pueblo, la simpatía que despierta en esa nueva fase, se convierte en algo más. The Crown corona a Isabel II mediante la ficción televisiva no solo en reina, sino en toda una leyenda a la altura de su tiempo.
Con el final de la serie, queda otro reto. Este mucho más difícil: Carlos. Si bien no podrán elevarlo a la misma categoría que a su madre, al menos, cabe un intento para dignificar al heredero. Por eso, en este final, los guionistas han decidido apostarlo todo a la carta del actual rey. Eso en términos de campaña. Pero para bordarlo, nada mejor que una buena ficción en la que dominen otros personajes. Miren por donde, Carlos va a ser redimido en The Crown -o al menos lo ha sido en estos cuatro primeros capítulos de avance del final- por Diana. Bien es cierto que, en las dos temporadas anteriores, la princesa de Gales no salía muy bien parada. Si a esto le unimos la brillantez con el que Elisabeth Debicki la interpretó en la pasada entrega y en esta nueva, el asunto se recrudece aun más. Sus dotes de actriz la convierten en un ser sensible, frágil y con encanto para un abrasador foco mediático, que le atrae y acorrala al tiempo. Pero a la vez en alguien asombrosamente frívolo, por errática y torpe.
La última temporada continúa con la misma tónica. La obsesión por buscar problemas de los que puede perfectamente huir, por adentrarse sin descanso en la boca del lobo, marcan un perfil de asombro ante tanta simpleza. En cambio, el foco que los guiones centran en Carlos -quien ha tenido la suerte, además, de ser encarnado por el maravilloso Dominic West- realzan sus virtudes humanas y piadosas tras el divorcio con Diana, tras haber contado la miserable manera en que la trató mientras estaban casados. Resalta así su arrepentimiento ante lo ocurrido, su impotencia, pero también su firmeza ante un padre absorbido por el protocolo y una madre que sabe huir del mismo para garantizar con más flexibilidad supervivencia de todos. Me temo que en los últimos cuatro episodios que se emitirán en diciembre, Carlos quedará definitivamente perdonado y redimido para afrontar de manera positiva su reinado.
Cómo lo hacen, no es cuestión de contarlo aquí: véanlo y disfruten de una serie absolutamente magistral como ficción y admirable en su fascinante y acertada lección como la más hábil y ambiciosa operación de imagen moderna llevada a cabo en nuestra época.
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