Nunca he estado en Auschwitz, pero si lo visitase no podría hacerlo sin albergar un sentimiento de recogimiento, homenaje interior y respeto porque conozco el horror que allí se ha vivido. Eso mismo pensaron los que en su momento tomaron la decisión de no demoler hasta los cimientos de ese lugar y unos cusntos más donde la sinrazón humana alcanzó cuotas imposibles de imaginar incluso sabiendo como sabemos lo que allí ha ocurrido.
Pero tampoco parece haber límites para la idiotez humana. La combinación de la participación activa en las redes sociales y la cultura del selfie lo demuestra. Y hay gente que se va de viaje a un determinado lugar solo para hacerse la correspondiente foto y compartirla para que todo el mundo sepa que allí ha estado. Y como se sabe, ya hay avispados del negocio turístico que organizan viajes con todo incluido para que los que los contratan puedan dar rienda suelta a su estúpida manera de ver el mundo y su participación en él. Los hay que los llevan incluso a la zona de exclusión de Chernóbil, donde el o la participante podrá fotografiarse supongo que incluso con su correspondiente índice de contaminación radioactiva que le dará mayor atractivo a la imagen obtenida.
Pero saber que hay quien va a Auschwitz para visitar ese monumento al horror con la intención de sacarse fotitos como si uno estuviera recorriendo un parque temático ya es demasiado. Se ha narrado el horror, y se ha explicado su dimensión, pero el elemento desestabilizador de la realidad no es ese, sino nuestro ego, nuestra imagen. ¿Como ha podido ser? ¿Cómo hemos perdido la capacidad de escuchar y de mirar? No lo sé, pero ojalá encontráramos la clave para dejar de mirarnos a través de la cámara y pudiéramos mirar de nuevo al otro con sensibilidad para saber lo que le ocurre y solidaridad para compartir su dolor.
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