Siempre me ha causado
una enorme tristeza
ver una casa en ruinas.
Por el tejado ausente de esta
se cuela el firmamento.
El viento enfila
tabiques y pasillos:
su susurro de navaja
apresura el canto del mirlo.
Rayos de sol se demoran
en las estancias
que fueron comunales,
avivando una llama
de luz en los objetos,
metales corroídos por la lluvia
que penden de unos clavos
que no venció la edad.
La escalera de tablas
está podrida y cruje
con el menor avance,
por los inanes vanos
penetra con vehemencia
el olor de un manzano
que alguien plantó
hace décadas
y se mantiene en pie
con las ramas dobladas
por los frutos.
Maravilla la perseverancia
de ese árbol que,
cuando nadie recuerda
ya su existencia,
continua aligerando
con su aroma el mundo,
enfrentando al grave
paso del tiempo el leve
imperio contingente
de hermosura
de cuanto existe opuesto
contra el olvido.
Sobrevivió a los hombres,
perdurará a los muros
y deja constancia
—entre cardos y polvo,
más allá de las ruinas—
de que una vez aquí
se alzó un hogar
piedra a piedra erigido
por los que fueron suyos.
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