Desde que cayó el tabú del suicidio, en este país hemos empezado a entender la magnitud de ese problema, que no se explica solo en que una persona esté mal y quiera quitarse la vida. Está también en las condiciones en las que viva, en sus expectativas y en su trabajo, por ejemplo. En su sociedad, desde luego. En lo que se suponga que sea el éxito o el fracaso, ahora que todo se mide y se enseña, esclavos del algoritmo. Hemos empezado a hablar del tema, pero estamos solo en el camino de entenderlo.
Lo explican bien los expertos, que hay jóvenes que no cuentan lo que les pasa porque saben lo que se van a encontrar entre aquellos que les quieren: por lo normal, encontrarán a mayores que les dirán que tienen que estar bien, que no hay que darle tantas vueltas a la cabeza. Que no conocen su suerte por tener lo que necesitan y que si antes la vida era peor de verdad. Exige un esfuerzo, entender lo que hay: la empatía es fácil de nombrar y controvertida de practicar. Tan compleja que lo más sencillo igual esté en intentar escuchar y en decir lo justo. Decir lo justo y escuchar sin juzgar. Quizás sea ese el primer paso para empezar a cortar una sangría de gente joven que no para de crecer.
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