Las reacciones a la violación de una niña por un grupo de menores de 14 años en Badalona no se han hecho esperar, pese a que el proceso está aún abierto y faltan detalles por conocer. Ha habido alarma social, condenas institucionales y reacciones variadas. La principal apunta a una reforma de los procesos penales para conseguir imputar a lo que hasta ahora considerábamos niños. Cuando estalla un estruendo opinativo de tal magnitud hay que reflexionar sobre ello. Una sociedad que solo sabe colocarse en el papel de las víctimas es una sociedad emocional pero puede derivar en inquisitorial. Aquella que hace un esfuerzo para comprender las causas que arrastraron a los culpables a ser como son puede que se adentre en una construcción más compleja pero al largo plazo más racional.
El castigo, como sabemos, no es disuasorio hasta alcanzar provocar la desaparición de los delitos. Por desgracia, el mal se apodera de la gente en ocasiones de manera letal. La reclusión de los menores es una solución habitual para extraerlos de núcleos familiares enfermizos, ausentes o tóxicos. Pero la consideración de un menor como alguien reeducable es una conquista histórica que podemos estar perdiendo. Lo más grave de este asunto es que la criminalidad sexual en edades tan tempranas lo que delata es un fracaso abrumador. Ese fracaso que los partidarios de medidas drásticas se intentan ocultar a sí mismos. Los que sostienen aún que la educación sexual, el respeto a la mujer y la asunción de las diferencias son matices que pertenecen al ámbito particular de la familia, no sé muy bien qué piensan ante un caso como el de Badalona. Es estremecedor que haya resistencia a incluir en el discurso público y escolar la denuncia de la violencia machista en que nos movemos.
La otra pata del asunto tiene que ver con la marginalidad. Esta no atiende a credos ni orígenes. Hay niños que crecen en ausencia de referentes o los que tienen cerca son abominables. Y a eso se une la formación a través de medios y redes sociales. Ni la pornografía ni Disney son culpables de una inmadurez mental que lleva al espectador a ser un crédulo o un psicópata. Pero en ausencia de garantías, que los niños tan solo tengan que pulsar una tecla en internet para certificar que son mayores de edad y pueden asomarse a escenas de sexo violento y sometedor, es una ironía cruel. Si un kiosquero vendiera una revista porno a un niño de 12 años le cerrarían el puesto. En cambio, cuando esto sucede en la esfera de los grandes negocios multinacionales de comunicación hay que callarse y bajar la cabeza. Es la gran sumisión de nuestra época. Los buscadores educan a nuestros chicos. Luego llegan los castigadores con su receta tardía y oportunista. Guardemos la agresividad punitiva para regular un salvaje panorama virtual que, por desgracia, desemboca en una atroz versión real, de carne y hueso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario