Igual que nos envuelve
el mar en la hondura
de un sueño,
cuando se alza encendido
y se vuelca en los ojos
y penetra,
y uno no sabe ya
qué es el mar
y qué un pecho invadido
por la luz y las olas.
Igual que nos envuelve
el mar y nos deslumbra,
en noches desveladas
se me alzaron brillantes
las líneas de aquel libro,
sus sílabas contadas,
penetrando en mis ojos
de repente
la luz de un firmamento
incierto y palpitante,
pleno, como la sal amarga
picándome la sed,
enigmático,
como el continuo
batir de las mareas.
Palabras igual que olas,
insistentes, veladas,
abriéndome el poema,
ocultándolo.
Lo perseguía en la otra
cara de los versos,
mirando bajo sus costuras,
sus hilvanes,
mientras, entre destellos,
por las hebras de espuma
inmaterial se deslizaba
como si no quisiera
ser visto,
sólo dejando huellas
para mis ojos sorprendidos
a cada instante,
por sus inquietos pasos.
Así intenté rasgar el velo
que guarda el corazón
de la escritura.
¿Era otro corazón?
¿Acaso el mío?
Eran las noches claras
de luna del verano,
eso sí, cuando blanca
nos miraba.
O era el silencio
que nos habla gracias
al murmullo de un libro,
al fluir desigual
de sus imágenes
rotas y reveladas
a medias, cálidas y frías
como la luz de las estrellas,
parpadeando tan lejanas
con su brillo de ayer.
Su ayer en mi hoy
desconcertado, vivo,
abriéndose al secreto
que revela y encubre
esa música escrita
en un papel sin pautas,
blanco, como un camino
sin abrir, sin pisadas,
a la espera de nombres
que las olas arrastran.
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