jueves, 2 de febrero de 2023

OPINIÓN: UNA HISTORIA DE TERROR


Un día de 1998, una madre manda a por el pan a su hija de 13 años, a la niña la viola un hombre de 62 que la amenaza con cortarle el cuello si dice algo; detienen al violador, Antonio Cosme, Pincelito; la niña vuelve al colegio, y allí una compañera le dice: “Eres una puta, te lo has inventado todo”. Y otras le cantan: “Eres la violá, la violá”. La niña se va a otro colegio fuera del pueblo, donde tres alumnos la reconocen y le hacen la vida imposible en clase y en la calle. Un día, uno de los hijos del violador le pregunta: “¿Te ha gustado mi padre?”. Un grupo de vecinos organiza una manifestación en defensa del violador. Ninguno muestra apoyo hacia la víctima y su familia; hacen comentarios despectivos en alto cuando se cruzan con ellos: quieren dinero, es físicamente imposible que un hombre de 62 años viole a una niña de 13. Al violador lo condenan con pruebas abrumadoras y en su segundo permiso ve a la madre de la niña y va hacia ella: “Buenas tardes, señora, ¿cómo está su hija?”. A la señora, en tratamiento psicológico, enganchada a pastillas para dormir y pesando apenas 40 kilos después de varias mudanzas y de sacar a su hija del pueblo para evitarle acoso e insultos, se le clava la frase del violador a la niña (“si se lo cuentas a tu madre, te corto el cuello con una corvilla”), se dirige a una gasolinera, llena un litro y medio de gasolina, va a donde el hombre y le prende fuego tras preguntarle: “¿Te acuerdas de mí?”. En su primer permiso, a la mujer la reciben 400 vecinos: “Asesina, no te queremos en el pueblo”. “Es un demonio”, dice una. “Esta puesta en libertad despierta alarma social y miedo”, dice el abogado del violador.

Ocurrió en Benejúzar (Alicante). Es una historia que nos hace pensar mucho sobre el trabajo que tiene por delante una niña violada para parecerlo, su presentación en sociedad como violada, medir su discurso de violada, acoplar su estado de ánimo de violada a lo que se espera de ella, vestir ropas de recién violada, soportar estoicamente el juicio clamoroso que le espera a una mujer que ha denunciado una violación aunque no pase de los 13 años. En el fondo y en la superficie, la violencia sexual contra las mujeres y el paso brutal que supone denunciarla, especialmente en comunidades pequeñas. Y, más allá, el desamparo que provoca esa denuncia cuando la justicia actúa contra el violador sin proteger a la víctima. La violación no acaba cuando el violador es encerrado; la violación sigue en la percepción que del mundo tiene la víctima, en sus relaciones con los hombres (el primero, un violador; ¿el segundo?) y la sociedad (“la violá”), en su madre trastornada matando a un hombre, en su huida del pueblo, en una pregunta que muchas llegan a hacerse: “¿Mereció la pena denunciar?”. 

Y se hace muy necesaria una última reflexión sobre la náusea que puede llegar a producir esa masa que llaman el pueblo en este país que nos ha tocado. Han pasado ya muchos años de este caso y han cambiado algunas cosas. Pero viendo de dónde venimos se entienden mejor y sorprenden menos algunas reacciones que se producen todavía cuando una mujer denuncia que ha sido violada. 

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