Últimamente sólo entablo
diálogos con la ceguera
y mi nombre utiliza
todas las letras
que lo forman
para darle un sentido
a lo que de existencia quede.
Me quito la ropa
supurante de cicutas
y constato que en la zona
antártica de mi espalda
ya no queda lugar
urbanizable,
pues el dolor ha echado
raíces para siempre.
¿Qué haré con el invierno
ahora que voy de camino
a los setenta años?
Entre esa piel y esa carne
tan pegadas a las alturas
y la vida, no hay correccionales
y la palabra
espera ante el patíbulo
al último chaparrón de notas
para un réquiem.
No habrá modisto
que descifre las medidas
de mis piernas
y no tendré más que
permanecer desnudo,
porque no es verdad
que las heridas
acaben siendo invisibles.
El dolor desde que nace
es resistente
a la cirugía plástica
y yo tengo la manía
de abrir siempre los ojos
en ese lado fronterizo
de la muerte
donde la biografía
del abecedario
es una poética inacabada
que no admite correcciones.
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