martes, 8 de febrero de 2022

OPINIÓN: PAN Y CIRCO


Si los romanos entendieron aquello del pan y circo como una combinación infalible para el sometimiento del súbdito al poder, los que nos dominan ahora podrían suscribir aquello de cotilleo, telenovela y concurso como los tres ejes de la verdadera reforma mental que propicia la sumisión. Esta semana, tras el disparate de una votación reñida en el Congreso con traiciones, cálculos insustanciales, mentiras y equilibrios precarios, fuimos testigos de un resultado causado por el error de un diputado a la hora de pulsar en el teclado de casa el signo de su votación. Sin escarbar demasiado, y con el buen ánimo de perdonar el tropezón, deberíamos concluir que tan solo se trató de un despiste. De una distracción como las que ocurren cada día, algunas incluso al volante del coche y con resultado mortal. La mayoría de ellas, según se sabe, suceden por la atención dividida entre aquello que estás haciendo y el teléfono móvil o cualquier otra pantalla cercana. Es decir que la distracción resta concentración por ese empeño nuestro en hacer varias cosas a la vez, una habilidad para la que hay dudas de que estemos dotados.

Ante un entretenimiento inteligente, absorbente y que obliga a estar alerta, ha surgido una distracción inane, de planicie neuronal, pueril. Es sobre ella en la que hemos depositado nuestro tiempo de ocio mayoritario. Después de descubrir que ser pensantes nos convertía en dominadores, hemos adquirido la costumbre de no pensar, de comer sobre la marcha, de hablar sin reflexionar, de opinar sin datos, de querer ganar sin esfuerzo y de tener la razón sin gimnasia dialéctica. No es que seamos idiotas; es que estamos en pausa. No es que no nos preocupen los grandes conflictos que acosan a la humanidad; es que estamos distraídos en otra cosa y preferimos no responsabilizarnos. Ahora voy, ya me pongo, te lo mando en un minuto, no me calientes la cabeza, relax. Hay espacio para todo, pero entregados a la distracción es muy normal que acabemos haciendo justo aquello que más nos perjudica. Y encima, como el ya célebre diputado, intentamos achacar el fallo a lo que sea, con tal de no reconocerlo públicamente. Es lo que pasa cuando no asumimos que el error pueda ser posible, que alargamos los plazos del ridículo hasta extremos insostenibles. 

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