Weimar es una pequeña ciudad
alemana, llena de historia por los cuatro costados y con no más de 60.000
habitantes. Para empezar hay que destacar que se trata de uno de los lugares
que más han influido en la modernidad cultural europea, ciudad natal de Goethe
y Schiller, lo que la convierte en un referente literario y de la filosofía en
todo el mundo. Pero además la nómina de intelectuales de todo tipo que han
tenido relación con la localidad es ingente: Nietzsche, Fürnberg, Liszt, Bach, Cornelius, Gropius, Feininger, Klee,
Itten... Pasear por Weimar supone también dejarse sorprender por rincones donde
la belleza reluce en calles, casas, plazas y parques que son visitados
continuamente por alemanes en búsqueda de paz y sosiego...
Pero no hay que dejarse engañar por todas estas circunstancias, pues los
visitantes extranjeros tienen además otro poderoso motivo para acercarse, y
tiene que ver con los límites del horror y la crueldad humanos. Hay una
terrible historia detrás, al haberse también convertido en los años treinta en
uno de los primeros bastiones del nacionalsocialismo. Desde los balcones del
que es hoy el hotel más lujoso de Weimar, aún resuenan los ecos de las arengas
de Hitler a sabiendas del creciente poder que el nazismo iba acumulando en
Alemania. Quizás como homenaje, los nazis la eligieron para edificar a escasa
distancia de su centro histórico el campo de concentración de Buchenwald. Allí,
entre 1937 y 1945 fueron retenidas 250.000 personas provenientes de 35 países
diferentes y sufriendo crueldades que no es necesario explicar, pues todos las
conocemos. En contraste con la historia cultural de Weimar, Buchenwald acogió
una gran nómina de escritores, entre ellos Jorge Semprún, que describió magistralmente
las atrocidades que se vivieron.
Una línea de autobús conecta cada hora la estación de trenes con el
lager, situado en un hermosísimo bosque de hayas. Realizar ese recorrido después
de haberse sumergido en la tranquila y hermosa normalidad de la ciudad supone
vivir dos experiencias completamente opuestas que conectan la muerte con la
vida, la alegría con el espanto. El pasajero de ese autobús se ve impelido a
hacer otro viaje además del geográfico, en este caso interior, que le lleva a
conocer la parte más oscura de nosotros mismos. Significa traspasar la frontera
exacta, la más íntima, la última que tiene dentro de sí cada ser humano: La de
su capacidad para el bien y el mal.
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