Reírnos de
los fanatismos
irracionales
de la religión
y llevar
nuestras carcajadas
al
interior de las mezquitas,
las
sinagogas y las iglesias.
Reírnos de
los que propagan
el miedo
al fanatismo
como una
forma racista
de negar
las diferencias
de
civilización
para
convertir lo ilustrado
en una fe
dogmática.
Reírnos de
los que adoran
a la
muerte asumiendo
que la
opinión libre
es un acto
cívico
de carácter
irrenunciable.
Reírnos porque
la libertad
de prensa
se ha
convertido en quimera
porque son
los poderes económicos
los que
imponen líneas editoriales
y de los
poderes políticos
que cada
día respetan menos
nuestro
derecho a pensar
por cuenta
propia.
Reírnos
hasta de la razón
para
no convertir sus valores
en
una fe religiosa
porque
convencida
de
su poder universal
podía
negar con facilidad
la
condición humana
de
las personas que no vivan
bajo
el diseño de su mundo.
Reírnos
de nosotros mismos
porque
ese es el mejor
síntoma
de inteligencia
y
las cosas buenas
hay
que procurar aplicarlas
también
en primera persona.
Reírnos
porque ese
es
el poder revolucionario
que
la risa entraña en si misma
y
por eso tiene tantos enemigos.
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