El gobierno de España se ha
emperrado tanto en la atracción del mal que los ciudadanos han acabado por mirarse
en él como si fuesen quienes lo atraen, como si cada hombre o mujer llevase
consigo una porción de la tempestad que les azota. Al final queda la sensación
de que las responsabilidades se reparten como panes y peces regurgitados del
infierno.
La negligencia del gobierno de
España sobrepasa con mucho las dimensiones de lo despótico, pues amparado en su
mayoría absoluta manosea a su antojo la democracia y la justicia hasta
conseguir que funcionen a su imagen y semejanza. Con su manipulación y sus
mentiras pone ante los ojos de los que considera sus súbditos el espejo del
fracaso y estos parecen aceptarlo; incluso puede asegurarse que lo hacen suyo.
No hay perversidad mayor que la de arrancarle el alma a un pueblo y
robotizarlo. Los españoles sudan y se lamentan desde su propia substancia. Y al
hacerlo se agotan, pierden el futuro lo mismo que un tren y se sienten
abandonados en la estación sin saber qué hacer.
El quebranto de la inmensa
mayoría es el dividendo de unos pocos elegidos. Para ellos trabaja el gobierno
de España. Y aceptamos este hecho con morbosa naturalidad: la letanía del ‘es
lo que hay, así están las cosas, en realidad todos son iguales’, se repite por
las esquinas, es un eco perversamente acentuado por la labor de zapa ejecutada
desde ciertas medios de desinformación especialistas
en todo tipo de manipulaciones mediáticas a cambio de subvenciones, tratos de
favor y campañas de publicidad institucionales.
La atracción que el gobierno
de España hace del mal ha devuelto a los mercaderes al templo; es más, los ha instalado
en todos los corazones. Los españoles están espiritualmente rotos. Sus perfiles
se han acusado y les acusan. Si un pintor con alma los retratase, veríamos en
el lienzo a seres tan extraños como grotescos: El retrato de Dorian Gray cobra
existencia desde la corrupción de las mentes. Los monstruos de la resignación
deforman las vidas propias y las que se están conformando para el futuro. El
porvenir aúlla punzadas de angustia a cada uno de los afectados y no lo escuchan.
Prevalece aún la fe en la mentira que identifica la prosperidad de los amos del
dinero con la de los cada vez menos dueños de su trabajo. El día que la masa
pierda esa fe, estallará el polvorín, da la impresión que empiezan a verse
algunos síntomas, pero puede también que sean sólo fuegos de artificio.
Mientras tanto, hablarán los expertos, que siempre se equivocan, sobre el
próspero mundo al que nos dirigimos como reses al matadero. Esta euforia sin
motivos se contagia con tan poco decoro, que a uno le dan ganas de hacer lo que
Martin Heidegger le escribía a Ernst Jünger en junio de 1965: lo mejor es
quedarse en la propia habitación y ni siquiera mirar por la ventana. El problema
es que esa actitud significa la derrota definitiva.
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