El fallecimiento de Nelson
Mandela ha suscitado numerosos análisis sobre la grandeza de su figura, todo
el mundo reconoce su papel en la reconciliación del pueblo sudafricano y
su compromiso con la paz para evitar lo que se anunciaba como guerra civil
cuando la población negra alcanzase el poder político en el país. Pero el
término reconciliación suscita una duda fundamental al plantearlo, pues no
puede haberla sin una conciliación previa. La grandeza de Mandela estuvo en su
inteligencia, confianza y determinación, pero su ejemplo también debe ser
tenido en cuenta como reflejo de una actitud y decisión habituales en
quienes han sufrido el golpe de la injusticia y el impacto de la violencia de
determinados regímenes y gobiernos, algo que se repite constantemente y
también sucedió en España durante la transición. El esquema parece invariable, pues
curiosamente son quienes han sufrido el daño, la violencia, el escarnio
público, la ausencia como destino y la injusticia como condición, los que han
de ‘reconciliarse’ con quienes han sido sus agresores, opresores y verdugos. El
nivel de generosidad ante lo que se cede jamás ha sido el mismo para que sean quienes
han generado al daño los que respondan de manera voluntaria por lo realizado, y
así iniciar una nueva etapa de verdadera conciliación.
La reconciliación basada en la
no exigencia de responsabilidad por parte de quien ha sufrido la violencia y
opresión no permite la convivencia sobre lo común, pues no puede haber
proyecto compartido entre quienes tienen unos valores que llevaron a ejercer la
opresión y quienes defienden unos ideales que los hicieron ser sometidos. La
aparente normalidad es tan sólo la escenificación de quienes no han tenido más
remedio que aceptar el cese de una violencia manifiesta, para continuar
con el control y el sometimiento a través de los diferentes mecanismos
levantados sobre un poder que en ningún momento es desarticulado con
esa falsa reconciliación representada. El ejemplo de España resulta
significativo: La democracia se ha negado reiteradamente a reparar los daños
más graves causados durante la dictadura. Quienes han ejercido la opresión
desde el poder que da la injusticia no renuncian a él cuando cambian las
circunstancias, tan sólo se adaptan a ellas, como han hecho a lo largo de
la historia para mantenerlo.
Ya saben: El poder es como la
energía, que ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Forma parte de
su verdadera esencia. De hecho necesita transformarse para la perpetuación, en
esto también es evolutivo, en el sentido de cambiar las apariencias para
que nada cambie. No son las personas con poder ni las instituciones con
poder, estas pueden ser sustituidas por otras, en ocasiones completamente
diferentes, es el propio poder el que permanece sobre la estructura que le
da sentido y beneficios, por ello está más arraigado a determinadas
ideologías y creencias históricamente instaladas sobre referencias de
autoridad. El poder actual, con su capacidad adaptativa y su presencia
invisible se sostiene en cuatro componentes esenciales: el técnico, con el
que se controla un volumen de conocimiento e informaciones vetado al resto de
la población; el dispositivo que se
refiere al control de los recursos que otros necesitan para conseguir sus
objetivos y los hace dependientes y subordinables; el coercitivo, que representa
la amenaza o la utilización de medios capaces de perjudicar de forma directa a
otros en cualquiera de las esferas de su interés (económico, moral, afectivo,
material…) y la manipulación, que actúa, no ya directamente por medio de
la subordinación, la información o el castigo, sino de forma indirecta al
limitar la posibilidad de cuestionar al poder o al impedir que ni siquiera se establezca
esa conciencia crítica.
Ocurre en cualquier rincón de
nuestro planeta donde el poder arraigó sobre la injusticia y el abuso. Y es la
explicación de lo que sucede en España hoy mismo, donde los poderes de
antaño continúan condicionando la política y la realidad a través de toda
una estructura que nadie desmontó y que aún en la actualidad sigue
funcionando a pleno rendimiento. Mandela tuvo la virtud de evitar el
enfrentamiento y sustituyó en su gente la emoción del odio por un sentimiento
de esperanza, pero no pudo modificar los valores, las ideas ni las
creencias de quienes se creen superiores y elegidos para dirigir el destino de
un pueblo, que como tal debe ser sumiso y agradecido. Su mérito estuvo en esos
primeros momentos, y la admiración que suscita nace de su ejemplaridad, pero una
vez superada esa fase inicial los que asuman la continuidad de su obra deben
construir un futuro común sobre la Justicia, la Igualdad, la Libertad, la Dignidad
y el resto de Derechos Humanos, de lo contrario no habrá un proyecto
compartido.
El olvido no tiene nada que
ver con la justicia, ni la justicia puede olvidar. El perdón no
significa aceptar ni tampoco ignorar, todo lo contrario, se basa en el
reconocimiento de los hechos, no en su negación. Y desde el punto de vista
social la conciliación debe contemplar la reparación de las víctimas y la
garantía de no repetición. Y hoy, en Sudáfrica, en Latinoamérica surgida tras
las dictaduras y en muchas otras regiones del planeta, incluida muchos países
europeos, quienes antes fueron opresores ahora viven bajo una estructura de
poder que no busca reparar a las víctimas de su injusticia y represión, y
menos aún pretende garantizar que no se repita su abuso, simplemente continúan
con él de otra forma y a buen seguro la historia volvería a repetirse si
sintiesen el peligro en la nuca de sus bolsillos... El mejor homenaje a Nelson
Mandela es continuar lo que inició, pero teniendo muy claro que hemos de
buscar de manera pacífica la justicia social y la verdadera reconciliación de
la que Madiba es símbolo de pleno derecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario