Acaba el verano. Al menos durante
un par de días, que en el lugar donde el escritor vive la cuestión de las
estaciones es un concepto muy relativo. El caso es que los pasos sigilosos del
otoño avisan a los oídos avezados de que el invierno está a la puerta de la
esquina, aunque el calor perdure. Se ha desatado la primera tormenta. Mientras
las calles se van empapando, mientras los campos que rodean el pueblo abren con
júbilo sus poros y las casas reciben con resignación el torrente, alguien trata
de escribir, sentado bajo la vacilante luz, unos metros más allá de la ventana
y a cubierto del aguacero.
El escritor-sombra de sí mismo
reflexiona por unos instantes. Si la lluvia –se dice- tuviera sexo sería una
mujer. Cavila sobre cómo se siente a veces empapado de la imagen vaporosa, el perfume
tibio y los ojos enamorados de su compañera que ahora mismo duerme un descanso
embarazado. Piensa que la lluvia también circunscribe a quienes caminan bajo su
influjo, como abriga la presencia de una mujer amada el corazón de quien la
desea. La Naturaleza, que ha iniciado un cortejo consigo misma, estalla en una
explosión de olor a tierra húmeda. El escritor-nostalgia aguza su memoria y se
deja sorprender por el recuerdo del entorno en su infancia, empapado en
aquellos años que se perdieron en el vacío gris del tiempo... Y escribe a sabiendas
de que puede contar mil historias que acabarán también por perderse en la
nebulosa del olvido. La lluvia convertida en metáfora de la literatura: El agua
y la poesía nos limpian y lavan nuestras mentiras, nos dejan desnudos de
prejuicios y calados hasta los huesos en nuestros autoengaños más profundos.
Luego, el escritor-duda se lo
piensa mejor y decide que a la lluvia quizá le convendría más el papel de poeta
maldito. Porque no es completamente cierto que todos corran a refugiarse de un
aguacero a la mínima que empieza a lloviznar. Los niños, los inocentes y los
ancianos disfrutan viendo caer del cielo ese maná transparente cargado de
versos y metáforas, pues son honestos y sinceros, y los escritores siempre
tienen la posibilidad de sentirse acompañados de una pequeña cohorte de seguidores
fieles que están dispuestos a abrir el corazón a cada palabra que salga de sus
plumas, siempre que sea consecuente con su condición humana.
El cielo continúa derramándose
tras la ventana y sobre la casa. El golpeteo del agua aumenta de intensidad,
como si de pronto la lluvia se hubiera transformado por capricho en una afamada
compositora de arias. En el recuerdo del escritor que evoca se va dibujando la
sensación, ya un poco en blanco y negro, de estar sintiéndose más solo y más
libre que nunca en la travesía que le lleva a través de su universo literario.
Y entre los surcos de agua que se deslizan por la superficie acristalada de la
ventana, se distinguen de cuando en cuando las luces que titilan en la calidez
de los hogares de sus familias vecinas, como si de paradojas se tratasen,
dentro de un mundo que demasiadas veces se nos antoja demasiado frío y seco...
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