La calle como alternativa de vida se fue
quedando vacía conforme se llenó de gente aislada en sí misma y los
coches levantaron murallas de cemento y asfalto. Al poco tiempo nos vimos cruzando rápidamente a la salvadora acera de
enfrente cuando el toque mágico del color verde nos abre paso a
intervalos entre la marea mecánica que nos acosa.
La calle dejó de ser destino y escenario y acabó siendo sólo tránsito. Recuerdo
los tiempos de la niñez cuando salíamos de nuestras viviendas sin más objetivo
que alcanzar ese otro hogar
callejero del barrio para disfrutar con la prolongación de la familia que
teníamos en casa. La calle era el lugar de encuentro y escenario. No
había que llamar a nadie, era ella quien nos convocaba y no había hora ni
destino que no viniera marcado por la propia cita. Era la calle quien nos decía
dónde ir y lo que hacer. Luego, cuando llegó la adolescencia, supimos que no
era nuestra, que nos la habían secuestrado muchos años atrás y salimos
decididos a liberarla cargados de esperanzas de futuro. Algunos incluso
creyeron firmemente haberlo conseguido, pero al final descubrimos que todo
acabó siendo una burda manipulación de los enemigos de la calle, que por otro
lado, eran también los nuestros.
Así que aparentemente lo
perdimos todo, pero las paradojas de un tiempo que suele volver al lugar del crimen, han hecho que
los niños y adolescentes de antes regresemos junto a los de ahora al sitio donde los años mataron nuestra
infancia, y nos encontremos de nuevo con los fantasmas que entonces nos asustaban: la incertidumbre,
el mañana distante, la edad traidora, la responsabilidad obligada, las
expectativas frustradas… Los miedos
nacen de la verdad inventada por algunos, de esa mentira que alguien que siempre
odió la calle ha levantado para explicar
su realidad de política ficción y llevarnos hasta un universo
paralelo en el que todo lo que nos digan parezca cierto. Se trata de una nueva
versión del mito de la caverna en el que la
realidad son las sombras y las mentiras proyectadas sobre nuestras vidas
manchadas por el dolor.
Cuando todo parecía acabado, resulta que hemos vuelto. Primero rescatando
zonas para la libertad y el placer del peatón, recuperando vías para la
convivencia, lejos de la dictadura del tráfico rodado. Y más tarde convirtiendo
las calles en el lugar de encuentro de la indignación, de los
desahuciados de sus casas y de los que han sido expulsados de sus propias
vidas, del movimiento de los parados y de la pausa del tiempo. El lugar donde
los estudiantes van a clase y los médicos pasan consulta, el fuego que apagan
los bomberos y el campo donde siembran su cosecha los agricultores. Hoy la calle se ha convertido en la
fábrica de la sociedad y en la academia donde los hombres y mujeres aprendemos de nuevo a
convivir sobre las bases de algo hermoso que llamamos solidaridad. Estamos recuperando la ilusión con la
que volveremos a hacer de la calle el foro
de la democracia. Porque es lo que más nos identifica como sociedad
y lo que con más emociones compartimos.
Hay voceros que quieren
presentarla como la residencia del
miedo, la selva de los peligros conocidos o la serpiente del riesgo
traicionero, y de este modo acallar su llamada. Un día alguien dio por
hecho que la calle era suya y sus
acólitos han pretendido colgar el cartel de ‘reservado el derecho de admisión’, como por otra parte consiguieron
con las instituciones que aparentemente nos representan... Pero el devenir
histórico tiene giros inesperados y nada está nunca lo suficientemente atado y
bien atado. Cierto que el asfalto cubrió nuestro mundo y trajo los
coches que echaron primero a los pájaros y después a los niños, para
convertirlo en un laberinto en
blanco y negro con luces de neón. Da igual, porque ahora mismo la
calle se está volviendo a
humanizar como destino delante de nuestros maravillados ojos y han
vuelto las personas que se reconocen en los otros, pasan las bicicletas,
regresarán los niños y retornarán los pájaros: El asfalto también puede ser una alfombra cuando se busca un futuro
mejor.
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