En la ya no tan larvada contienda
social en que estamos inmersos, la realidad nos está mostrando los filos más
hirientes de su injusticia, que debería teñir de radicalismo nuestro
pensamiento y actos si no fuera por el terrible efecto sedante y anestésico de
la publicidad y las mentiras, así como el temor ya casi atávico a las
consecuencias de ‘moverse en la foto’ que nos envuelve. Una especie de traición
de los intelectuales, si incluimos en esta categoría a periodistas, profesores
y artistas encerrados en sus controversias del absurdo contribuye también a
ello.
Es por eso, como contrapunto a
ese silencio o pensamiento romo, sordomudo y ciego mayoritariamente adoptado,
que es preciso destacar la radicalidad honrada de algunos medios y la ayuda a tal efecto que
proporcionan las redes sociales cuando se ocupan de las víctimas que está
causando la situación que, más que vivir, padecemos. Me sobrecogió sobremanera
a este respecto una noticia que saltó el 2 de enero pasado sobre la muerte de un
albañil en paro de 57 años que sacaba unos miserables euros como gorrilla en un
solar próximo a un hospital malagueño. Se prendió fuego simplemente porque ya
no tenía ni para comer. El hecho aguantó apenas un par de días en las cabeceras
de los informativos, pues el día 4 falleció. Pero su drama quedó pronto sepultado
por la bullanguera avalancha de la festividad de los Reyes Magos. Desgraciadamente
pronto pudimos comprobar que ese suceso funesto no iba a ser un hecho aislado.
El carácter que fue cobrando
la realidad cotidiana se ha ido haciendo palpable porque la gente ya no se
limita a morir de hambre, cuestión que forma parte de las sombras del paisaje
social y levanta muy poco revuelo, ahora resulta que hay personas que se matan
por el convencimiento de no poder afrontar el hecho de no poder comer o hacer
frente a las deudas. De sobra es conocida la lista de los que se han tirado por
la ventana empujados por el agobio del desahucio. Son muertes que marcan la
enorme diferencia entre esta ¿crisis? y el Crack del 29: entonces eran los
ricos repentinamente arruinados los que se tiraban desde los rascacielos...
Ahora son los humildes los que mueren, quizás por eso, a los que tienen en su
mano tomar decisiones que podrían salvarles la vida, la cuestión no parece
hacerles mella en las convicciones fratricidas que les mueven.
El hambre, el miedo a no poder
vivir con dignidad, la resignación ante el radicalismo de la realidad, no son
sentimientos empáticos. No es posible adivinar el sufrimiento del hambre, o de
la angustia de no saber cuándo será la próxima comida o bajo qué techo podrá
alguien guarecerse la siguiente noche, si no se ha sufrido en carne propia. Desde
luego, los que propician estas situaciones carecen por completo de empatía. En
todo caso, el dolor y el sufrimiento se conocen solo por aproximación
intelectual, son conceptos fantasma, que no remiten a experiencias
propias, como el de la guerra o el asesinato. Por eso es tan fácil el olvido curativo
que, de manera inmediata los cubre de esa fina capa de polvo que termina
arrinconándolos en el desván de la memoria de lo real cuando han dejado atrás
los titulares de los medios informativos. Por eso debemos dar las gracias a los
esforzados que se han movilizado, ajenos a cualquier pacto que no sea eliminar
de raíz la cobertura legal al desafuero de los desahucios, la reforma laboral
que ampara el despido libre o las privatizaciones en educación o sanidad. Por
poner algunos ejemplos, que no hace falta rascar la superficie del sistema para
encontrar mucho donde elegir.
Pero volviendo a la noticia
que anteriormente comentábamos, resultaba aún más amarga porque era coincidente
en el mismo día a la referencia hecha pública de la fortuna de Amancio Ortega,
dueño de Zara, que lo hacía ascender al tercer puesto entre los más ricos del
mundo, y, extrapolando la antítesis hiriente, la del patrimonio conjunto de los
40 multimillonarios cuya riqueza supera en un 50% todo lo que producimos los
españoles en un año. El sentimiento empático se vuelve arrebato de indignación cuando
las cifras y desproporciones parecen capaces de radicalizarnos en nuestra
percepción del mundo, al par que la realidad misma. Esa radicalidad debemos
devolvérsela también al lenguaje que la nombra y crea, huyendo del esfuerzo de
algunos en cambiar el significado de las palabras para adaptarlo a sus
intereses. Es casi un deber recuperar términos como capitalistas, involución o
fascismo, para nombrar a los poderosos del mundo y sus secuaces que, por
contraste, deje más desnudo el radicalismo de la realidad, secuestrado de los
lugares donde la democracia habría de hacerse escuchar y tomar las medidas
oportunas. Otra cosa es qué hacer con esa carga sobrevenida, con ese
sufrimiento empático o la indignación racional frente al radicalismo de la inmoralidad
que mata. De eso ha de ocuparse la conciencia de cada uno, dependiendo de hasta
qué punto mantiene la contradicción moral viva, la conciencia viva, el
sentimiento de culpa que genera la dualidad entre complicidad o aquiescencia: ¿qué
hacer cuando los ciudadanos se han quedado solos y únicamente les queda la
calle para mostrar su rechazo?.
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