martes, 2 de abril de 2013

CONTIENDA SOCIAL


En la ya no tan larvada contienda social en que estamos inmersos, la realidad nos está mostrando los filos más hirientes de su injusticia, que debería teñir de radicalismo nuestro pensamiento y actos si no fuera por el terrible efecto sedante y anestésico de la publicidad y las mentiras, así como el temor ya casi atávico a las consecuencias de ‘moverse en la foto’ que nos envuelve. Una especie de traición de los intelectuales, si incluimos en esta categoría a periodistas, profesores y artistas encerrados en sus controversias del absurdo contribuye también a ello.
Es por eso, como contrapunto a ese silencio o pensamiento romo, sordomudo y ciego mayoritariamente adoptado, que es preciso destacar la radicalidad honrada de algunos  medios y la ayuda a tal efecto que proporcionan las redes sociales cuando se ocupan de las víctimas que está causando la situación que, más que vivir, padecemos. Me sobrecogió sobremanera a este respecto una noticia que saltó el 2 de enero pasado sobre la muerte de un albañil en paro de 57 años que sacaba unos miserables euros como gorrilla en un solar próximo a un hospital malagueño. Se prendió fuego simplemente porque ya no tenía ni para comer. El hecho aguantó apenas un par de días en las cabeceras de los informativos, pues el día 4 falleció. Pero su drama quedó pronto sepultado por la bullanguera avalancha de la festividad de los Reyes Magos. Desgraciadamente pronto pudimos comprobar que ese suceso funesto no iba a ser un hecho aislado.
El carácter que fue cobrando la realidad cotidiana se ha ido haciendo palpable porque la gente ya no se limita a morir de hambre, cuestión que forma parte de las sombras del paisaje social y levanta muy poco revuelo, ahora resulta que hay personas que se matan por el convencimiento de no poder afrontar el hecho de no poder comer o hacer frente a las deudas. De sobra es conocida la lista de los que se han tirado por la ventana empujados por el agobio del desahucio. Son muertes que marcan la enorme diferencia entre esta ¿crisis? y el Crack del 29: entonces eran los ricos repentinamente arruinados los que se tiraban desde los rascacielos... Ahora son los humildes los que mueren, quizás por eso, a los que tienen en su mano tomar decisiones que podrían salvarles la vida, la cuestión no parece hacerles mella en las convicciones fratricidas que les mueven.
El hambre, el miedo a no poder vivir con dignidad, la resignación ante el radicalismo de la realidad, no son sentimientos empáticos. No es posible adivinar el sufrimiento del hambre, o de la angustia de no saber cuándo será la próxima comida o bajo qué techo podrá alguien guarecerse la siguiente noche, si no se ha sufrido en carne propia. Desde luego, los que propician estas situaciones carecen por completo de empatía. En todo caso, el dolor y el sufrimiento se conocen solo por aproximación intelectual, son conceptos fantasma, que no remiten a experiencias propias, como el de la guerra o el asesinato. Por eso es tan fácil el olvido curativo que, de manera inmediata los cubre de esa fina capa de polvo que termina arrinconándolos en el desván de la memoria de lo real cuando han dejado atrás los titulares de los medios informativos. Por eso debemos dar las gracias a los esforzados que se han movilizado, ajenos a cualquier pacto que no sea eliminar de raíz la cobertura legal al desafuero de los desahucios, la reforma laboral que ampara el despido libre o las privatizaciones en educación o sanidad. Por poner algunos ejemplos, que no hace falta rascar la superficie del sistema para encontrar mucho donde elegir.
Pero volviendo a la noticia que anteriormente comentábamos, resultaba aún más amarga porque era coincidente en el mismo día a la referencia hecha pública de la fortuna de Amancio Ortega, dueño de Zara, que lo hacía ascender al tercer puesto entre los más ricos del mundo, y, extrapolando la antítesis hiriente, la del patrimonio conjunto de los 40 multimillonarios cuya riqueza supera en un 50% todo lo que producimos los españoles en un año. El sentimiento empático se vuelve arrebato de indignación cuando las cifras y desproporciones parecen capaces de radicalizarnos en nuestra percepción del mundo, al par que la realidad misma. Esa radicalidad debemos devolvérsela también al lenguaje que la nombra y crea, huyendo del esfuerzo de algunos en cambiar el significado de las palabras para adaptarlo a sus intereses. Es casi un deber recuperar términos como capitalistas, involución o fascismo, para nombrar a los poderosos del mundo y sus secuaces que, por contraste, deje más desnudo el radicalismo de la realidad, secuestrado de los lugares donde la democracia habría de hacerse escuchar y tomar las medidas oportunas. Otra cosa es qué hacer con esa carga sobrevenida, con ese sufrimiento empático o la indignación racional frente al radicalismo de la inmoralidad que mata. De eso ha de ocuparse la conciencia de cada uno, dependiendo de hasta qué punto mantiene la contradicción moral viva, la conciencia viva, el sentimiento de culpa que genera la dualidad entre complicidad o aquiescencia: ¿qué hacer cuando los ciudadanos se han quedado solos y únicamente les queda la calle para mostrar su rechazo?.


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