Tal y como están las cosas en
este país, parece inevitable que más tarde o más temprano las protestas se
tiñan de actos con rasgos violentos porque la paciencia popular ante lo que
está pasando necesariamente ha de tener un límite. Luego se condenará con
extrema firmeza desde determinados medios que en las calles ardan contenedores,
mientras que en los parlamentos se consumen impunemente en la pira reaccionaria
las conquistas democráticas que tanto esfuerzo costaron... Nada más lejos de la
intención del que suscribe hacer una apología de la violencia, pero resulta
moralmente inverosímil la vara tan especial que existe para medirla, sin que importen los motivos que la originen,
que dicho sea de paso no son siempre éticamente iguales.
Tampoco frente a la Ley: No es
igual la violencia que se utiliza para abusar y agredir que la que es utilizada
para defenderse de la agresión y del abuso. No es análoga la violencia nacida
del racismo y de la discriminación que la que nace de la lucha contra ambos. No
es equiparable la violencia que se ejerce para imponer los intereses propios
que la que se utiliza para defender el interés común. No está en el mismo plano
la violencia que condena a la necesidad extrema que la que lucha
desesperadamente por salir de ella.
Porque de todas las
violencias, la más repugnante es la institucional: la ejercida desde el poder
en favor de intereses particulares y al amparo de una falaz legitimidad democrática.
Esa que ejercen gobiernos que, lejos de garantizar el derecho a la manifestación
pacífica, gasean y golpean sistemáticamente a quienes tratan de ejercerlo para
no sentirse cómplices de la injusticia. O la de quienes se esconden tras los
muros de un Parlamento de oídos sordos y que no se atreven a asomarse siquiera
a la ventana para comprobar cómo desde hace tiempo gobiernan de espaldas a
una población cada vez más desesperada. O la violencia de estar mintiendo
reiteradamente a la ciudadanía y de escamotearle la posibilidad de pronunciarse
sobre pactos que nos comprometerán durante largos años y que están siendo
firmados en nuestro nombre por gobiernos colaboracionistas de muy dudosa
legitimidad democrática.
Y está la violencia que no
hace nada cuando miles de personas se quedan sin su vivienda, la de haber
situado ya a un gran porcentaje de la población del país bajo el umbral de la
pobreza. La de condenar a una generación de jóvenes al paro, a la emigración o
a la miseria de ser contratados por unos pocos euros y acribillados a
impuestos, la de fomentar los despidos mientras se subvenciona a fondo perdido
a la banca, la de estar desmantelando el Estado social y democrático para pagar
la insensatez de los políticos y el descontrol especulativo, la de estar
enajenando la riqueza de un país para entregársela al ansia enriquecedora de
unos pocos.
Ésa es la violencia que hay
que condenar, la impune de los hipócritas que callan sabiéndose cómplices de un
sistema que produce a manos llenas miseria, explotación, desigualdad y muerte,
y que, sin embargo, hacen un consternado gesto de repulsa cuando ven volar una piedra
o arder un contenedor de basura.
No olvidemos nunca que, en el
fondo, la Justicia no es sino una violencia regulada socialmente que trata de
imponerse sobre el abuso y la desigualdad, una violencia que hay que hacerse a
uno mismo para obrar conforme a la verdad y dando a cada cual lo que merece. Es
el uso de la fuerza, y no la fuerza misma, lo que la ética debe juzgar.
Condenar la violencia siempre parecerá "políticamente correcto", pero
cuanta demagogia se utiliza a veces en algunas condenas...
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