Si hay algo que debería considerarse sagrado es nuestro derecho a elegir nuestra forma de morir, llegado el caso. Si las leyes no respetan ese derecho, ¿qué otra cosa nos queda por decidir? La muerte no es lo opuesto a la vida, sino que forma parte de su proceso de evolución. Parece de Perogrullo, pero olvidamos que no podemos morir si no hemos nacido previamente, así que los dos extremos están estrechamente relacionados y sin esos dos puntos de inicio y final, la vida no existe. Al menos en la forma en que la conocemos.
Cada uno de nosotros tiene su propia forma de percibir o valorar las ecuaciones de la vida y la muerte, aunque de una forma u otra estemos condicionados para nadar en el océano común del entendimiento y la “percepción” de las cosas a nivel de la colectividad. Cada uno tiene el derecho moral y físico de hacer, percibir y valorar las cosas tal como quiere, pero esa afirmación se ve gravemente alterada cuando choca con la “lógica” social. Lógica que, en el fondo, no es nada más que una aglomeración de decisiones comunes que están en concordancia unas con otras. O no. La lógica social no debería considerarse como algo sagrado.
Lo social no puede implicar necesariamente lo individual, porque entonces jamás existiría la disidencia. Cada uno, por si mismo, tiene que aprender a sacar sus propias conclusiones de esa dualidad y a no dejarse atrapar en la red de las normas sociales, que son algo muy distinto a las leyes de justicia moral con que los seres humanos nos hemos dotado en nuestra evolución.
En ese sentido, una persona que sufre una enfermedad incurable y que le ha arrebatado lo esencial de la vida humana, poco tiene que ver con la doctrina de una determinada confesión religiosa, la visión del mundo según una concreta ideología o las leyes que decida aprobar un Parlamento. Su sentir es diferente y nadie debería colocarse por encima del derecho que le atañe a decidir sobre su destino, porque su relación con la muerte se encuentra en un plano muy distinto al de nuestra incapacidad innata de aceptarla como fracción de la normalidad de la vida.
Ese temor a morir puede superarse y esa es una virtud que nos pertenece sean cuales sean las circunstancias. Oponerse es un insulto al hecho de poseer esa capacidad y ocurre debido al ancestral temor que llevamos dentro. No se trata de sentirnos culpables por ser cobardes, sino de superar la cobardía que esconde nuestra incapacidad de tomar decisiones radicales en cualquier sentido. Pero lo que hacemos es precisamente llamar cobarde al que desea morir por razones que sólo a él le atañen, cuando en el fondo lo son los que no pueden aceptar ese derecho que nos asiste. Una mención aparte merecen los médicos, porque la medicina, en su afán por salvarnos a toda costa parece haber olvidado que no puede convertirse en el justificante de los que nos condenan a ser muertos vivientes. O a lo contrario, que en el fondo viene a ser más de lo mismo.
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