lunes, 19 de septiembre de 2011

EN EL ASCENSOR



Ya saben lo incómodo que resulta a veces saludar a alguien dentro de un ascensor. Supongo que el diminuto espacio disponible acentúa el embarazo que supone encontrarse inesperadamente con una persona que te es absolutamente desconocida: Uno procura ser amable en cualquier ámbito de la vida, pero no parece haber una fórmula de cortesía que ayude a superar la desazón de una obligada concurrencia en semejantes condiciones.
Esa vez yo bajaba del décimo piso y el hombre se subió en el séptimo. Nos dimos los buenos días prácticamente sin mirarnos a la cara y el intruso se colocó a mi lado. En tales ocasiones suelo echar un vistazo al techo, como si de repente resultase indispensable estudiar detenidamente su estructura, mientras cuento los segundos en que el habitáculo nos lleva a nuestro destino y ruego lleno de desasosiego que ocurra cuanto antes.
Pero en aquel momento un detalle llamó mi atención: A mi acompañante se le había caído al entrar un calcetín rojo del bolsillo. Me atreví a indicárselo tímidamente mientras me agachaba para recogerlo. El hombre sonrió cuando se lo acerqué y tendió su mano para recogerlo de la mía.
-Muchas gracias- Me dijo. -Es usted muy amable-
Y a partir de ahí se inició una brevísima conversación donde tuvo cabida el tiempo atmosférico y el desearnos mutuamente pasar un buen día, que fue cortada bruscamente por la llegada del ascensor a su destino. Salimos al unísono y antes de despedirnos aprovechó para preguntar si era vecino del edificio. Le respondí negativamente y noté un cierto aire de desilusión ante mi respuesta... Después nos despedimos definitivamente, yo para salir a la calle y él para echar un vistazo al que di por hecho que sería su buzón del correo.
No sé qué me movió a volver la cabeza un par de minutos después, tan sólo unos pasos más allá. Sorprendí al hombre colocándose de nuevo, muy cuidadosamente, el calcetín rojo a medio caer del bolsillo, antes de que la puerta del ascensor se cerrase con él otra vez dentro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de la soledad que sin duda le tenía cruelmente atrapado.

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